"La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado." Gabriel García Márquez
(Por Yésica Martínez) - Los recuerdos son los que mantienen vivos en tu corazón a aquellos seres queridos que no se encuentran con uno. Pero más allá de mis penas, quiero con alegría remontarme al año 1997.
Apenas tenía 12 años y sentía como fatales aquellas cosas que quizás no eran de gran importancia, eso es lo que a mi me pasaba cuando veía a River. Ganaba y era una fiesta, pero cuando perdían o empataban una gran tristeza abordaba mi alma y mi cuerpo. Era un sentimiento que no se podía explicar, anhelaba ir a conocer el sitio donde me generaba tanta alegría y pasión.
Mi papá fue el que me transmitió esta pasión que sin medida entraba en nuestro corazón. Él fue quien me explicó qué era el fútbol, como se jugaba y quién era el club de sus amores. No tuve opción al elegir de qué equipo ser, pero no necesitaba preguntármelo, porque él con cada relato afianzaba mi decisión.
Me acuerdo de aquellas anécdotas que citaba horas antes de que comenzara el partido y de las millones de veces que orgulloso me contaba que mi abuelo perteneció a la comisión directiva del Club.
Cuando era mas chiquita, alrededor de los 5 años, no entendía por qué mi papá a veces se ponía mal y gritaba como loco, a veces me asustaba teniendo esas actitudes, pero pasando los años entendía lo que puede llevarte esa locura y era la devoción por el club de sus amores.
Cuando cumplí diez años comencé a pedirle a mi papá que me lleve a ver a River, mi mamá siempre se oponía porque decía que era muy chica para ir. Pero yo nunca perdí las esperanzas de que eso por fin llegara. Siempre nos sentábamos juntos a ver los partidos por la televisión, porque él ya no iba a la cancha como acostumbraba de joven. Me acuerdo que siempre lo observaba y escuchaba con atención lo que decía porque iba aprendiendo mucho más de fútbol. Terminaba el partido y le pedía nuevamente que me llevara a conocer el Monumental y que mi sueño era ver campeón a River Plate. Recuerdo que en esos años andaban de racha los millonarios, pero no me alcanzaba verlo a distancia, yo quería estar ahí.
Hasta que llegó ese día, 12 de agosto de 1997. Ya habíamos planeado cómo iba a ser nuestro día, mi papá se había encargado de comprar las entradas previamente, ya que River iba a dar la vuelta frente a Independiente consagrándose campeón del torneo Clausura en el Monumental.
Nosotros vivíamos en Caballito, el plan era que él salía del trabajo a las 18 hs. Me pasó a buscar por casa para ir al barrio de Núñez. Mi mamá me había abrigado bien porque el partido era de noche y me puso un gorro rojo y blanco que previamente me compraron para ese día. Fuimos en el auto y en cada esquina me detenía a observar el camino que tomábamos para llegar al estadio, sentía que no iba a ser el último día que pisara el glorioso Monumental. El viaje se hizo eterno, le fue muy difícil llegar porque estaba lleno de autos, River se consagraba campeón de antemano y todos los hinchas nos juntábamos para alentar y festejar. Es hasta el día de hoy que me acuerdo la formación titular del equipo y toda la información de aquel campeonato. Pasaba horas siguiendo por diferentes medios cada dato que daban acerca de River. Antes de poder vivir lo que pasó aquella noche la radio, el diario y la televisión eran mis grandes amigos.
Llegamos alrededor de las 20 hs, el partido comenzaba a las 21.15 y como no había lugar para estacionar tuvimos que dejar el Duna a 15 cuadras del estadio. Caminando de la mano y cuidándome de todos, partimos hacia la gloria. Muchas gente iba caminando, mi viejo me explicó los accesos y por dónde entraba la hinchada visitante, a lo lejos veía el estadio y cada cuadra que caminaba me acercaba más, era imponente las luces y el canto de los hinchas.
Entramos sin comer nada, mi viejo me había preguntado si quería algo, pero estaba tan nerviosa que lo único que quería era llegar y sentarme para admirar lo que tanto había anhelado. Nos tuvimos que ubicar en la platea Centenario, debajo de los visitantes. Yo sabía que no iba a ver problemas porque estábamos ahí para festejar el campeonato logrado. Pero igual un poco de miedo tenía, cada paso o mirada era nuevo para mí. Llegamos, pasamos los molinetes y subimos, como podíamos tratamos de encontrar lo antes posible el lugar. Yo quería ver aquel verde césped iluminado y oír los cánticos de la hinchada que poco conocía. Miré para un costado y me encontré que tenía la cancha frente a mí. Hasta el día de hoy recuerdo cómo mi viejo me miraba, lleno de lágrimas no dejaba de disfrutar la alegría que yo sentía en ese momento.
Fue imposible sentarnos, la butacas estaban llenas y no había mas lugar, mi papá me explicó que vendieron más entradas que las que había disponible, pero a mi no me importaba. Nos paramos casi en la mitad de la platea bien atrás del arco.
Era la primera vez que mi papá y yo compartíamos la misma pasión y además me había cumplido el sueño.
El partido fue aburrido, de a poco me fui aprendiendo las canciones y sólo quería alentar, ya no me importaba el resultado, lo único que quería era que terminara para ver por primera dar la vuelta en el Monumental y cantar “Dale Campeón..”
Terminó 0 a 0, ninguno de los dos equipos hizo mucho, esa noche era de festejo y nosotros estábamos invitados. Otro campeonato más, era el número 26 en nuestro fútbol. Pero para mí fue el mejor espectáculo de mi vida y poder vivirlo con mi papá fue único.
Resultó una verdadera ceremonia, hubo fuegos artificiales, cantamos hasta quedarnos sin voz, el club había contratado un coche bomba para que el equipo diera la vuelta, recuerdo que más de una vez pasaron por delante nuestro. Era increíble ver el estadio lleno, flameando las camisetas con la banda roja. Mi papá y yo abrazados cantamos el himno de River una y otra vez. Nunca lo había visto así a mi viejo, saltaba y cantaba cada cántico. Encima se tuvo que bancar que durante los 90 minutos los hinchas del rojo le escupiera el traje nuevo color gris oscuro.
Después de varios años y a cuatro meses de perder a mi papá, esta historia está más viva que nunca en mi corazón. En muchos partidos puedo recordar que él estuvo presente, millones de anécdotas me han quedado en la memoria y el legado más importante fue enseñarme una pasión inexplicable que con el correr del tiempo calman los dolores que tengo al no poder compartir con mi viejo ningún partido más.
Tu Hija, Yésica
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lunes, 23 de agosto de 2010
lunes, 2 de agosto de 2010
Mi viejo, River y yo
(Por Pablo Puglisi) - Cuando uno es chico la cosa es complicada, en realidad depende mucho de los resultados. Mi viejo es hincha de River y desde que nací insiste con que yo también tengo que serlo. Que Alonso, que Labruna, que Daniel, que Pedernera y muchísimos nombres que ahora no recuerdo, eran sus argumentos para convencerme que no existía otro club en Argentina. Pero claro, no todo era tan fácil. En la escuela mis mejores amigos eran de otros equipos y más allá de que el millonario no pasaba por una gran sequía de títulos, yo no estaba tan convencido. Tampoco me ayudaba que él no fuera tan seguido a la cancha. Llegaban los lunes y en la escuela todos contaban su historia del domingo a la tarde, cada uno tenía una anécdota con su papá, con su abuelo, con algún tío o con algún hermano mayor, yo escuchaba atentamente y cuando todos esperaban la mía no me quedaba otra que decir “yo lo vi por la tele”, o en su defecto “lo tuve que escuchar por la radio”.
Tenía claro cual era mi equipo, pero necesitaba vivirlo de otra forma, quería hacer lo que hacían todos, almorzar el domingo con la familia, salir volando para Núñez y estar ahí. Cada viernes empezaba mi “trabajo fino”, prometía lo que sea con tal de ir a ver un partido decisivo, pero siempre había alguna excusa que me hacía perder las ilusiones hasta el fin de semana siguiente. Los que estaban acostumbrados a ir siempre no entendían mi desesperación, ellos iban siempre, tenían algún familiar fanático que los llevaba y nadie les ponía como excusa otras actividades, el horario, el frío o los barrabravas. Ninguna promesa de mi parte era aceptada, pero un día dije algo que cambió las cosas. Portarme bien, contestar adecuadamente ante un no, ayudar a lo que sea en la casa y muchas cosas que a cualquier chico se le puede ocurrir prometer para lograr algo que desea mucho, pensé de todo y no había caso.
Cansado de las respuestas negativas pensé otra estrategia. ¿Qué podría querer mi papá? ¿Qué acción o actitud lo harían cambiar de opinión? Cada cosa que se me ocurría, ya había tenido su respuesta. Una tarde volviendo de la escuela en el auto, el tráfico empezó a detenerse, los autos avanzaban a paso de persona, la gente se bajaba e intentaba averiguar que había pasado más adelante, un accidente bastante grave y a pasar un buen rato encerrados ahí. Los 33º de sensación térmica hicieron que bajara la ventanilla y sin querer escuchara una frase que provino del auto de al lado. Una mujer le decía a quien seguramente era su marido: ¿pero qué querés que haga?, decímelo vos porque yo ya no sé más que hacer.
Mi lamparita, que casi siempre estaba apagada, de golpe se prendió. Quizás no era cuestión de hablar y prometer a lo loco, sino de descubrir que cosa le gustaría más que las otras que ya había intentado jurar hasta el cansancio. La situación era propicia, la radio de fondo cortaba el silencio en el interior del auto, esperé que nos agarrara un semáforo en rojo y le dije: papá ¿qué tengo que hacer para que me lleves a la cancha un domingo?, y tratando de explicarme agregué: “Pensá lo que quieras, que te gustaría, con que estarías orgulloso, lo que sea, yo no te doy más opciones, quiero que vos me lo digas”.
Estoy casi seguro que en ese momento puso su concentración en nuestra charla y mientras repasaba mentalmente todas las cosas que ya habíamos hablado iba imaginando algo que yo jamás pudiera lograr, algo que estuviese lejos de mi alcance. Su respuesta tardó unos minutos en llegar y cuando lo hizo fue casi lapidaria. Antes me dijo lo siguiente: “Mirá, vos sabés que ir a la cancha mucho no me gusta y que sos chico para ir con algún amigo o sólo, pero creo que hay algo que me gustaría que intentes, algo por lo cual si vos te sacrificás y lo lográs, yo también me puedo sacrificar por vos y llevarte un par de domingos a ver a River”.
Con el ánimo por las nubes empecé a gritar, estaba loco de contento, ya me imaginaba almorzando en familia y contándoles a todos que dentro de un rato me iba para la cancha, que iba a ver al Enzo, Ortega, Crespo, el chileno y todos esos fenómenos que siempre seguía por la tele o por algún relator partidario cada domingo. Yo sabía que algún punto débil iba a tener, era cuestión de pensar y buscarle la vuelta. Llegamos a casa y enloquecido corrí a mi habitación para buscar un fixture con los partidos, ya teníamos que empezar a planificar a qué partido íbamos a ir, pero faltaba algo. Mamá, le dije: “Papá me dijo que me va a llevar a la cancha”, ella asombrada me miró y me preguntó si era cierto.
Cuando empezaba a responder me di cuenta que me faltaba un detalle, con mis alocados festejos no le había dado lugar para que me pusiera al tanto de su pretensión.
En ese momento lo miré y me dio la sensación que me había estado observando sonriente desde el momento en que empecé a festejar. Tomé aire y le dije: “Pa, ¿qué era lo que querías que haga para llevarme a la cancha?”. Se levantó de la silla, fue hasta la heladera, se sirvió un vaso de Coca y empezó a cantar: “Salve Argentina, Bandera azul y blanca, jirón del cielo en donde impera el sol”, antes que siga con la canción pegué un grito que seguramente deben haber escuchado los vecinos de toda la cuadra. “No vale, eso es imposible, ¿cómo voy a hacer para ir a la bandera?, es más fácil que Mandiyú de Corrientes salga campeón antes que yo sea abanderado.” Mientras seguía gritando él me decía: “Vos me dijiste qué quería, qué me gustaría, yo creo que sos capaz, te falta sacrificio pero no capacidad, y ya que me diste la posibilidad de elegir, eso es lo que quiero. Si te eligen para ir a la bandera vamos a ver el partido que vos quieras”. Todas mis expectativas quedaron congeladas, realmente era muy poco probable que un alumno como yo pudiera ser abanderado, pero no me quedaba otra que intentarlo, al fin y al cabo era la bandera o nada.
Los meses comenzaron a transcurrir y si bien no era Sarmiento, mis notas estaban muy bien, pero creo que bastante lejos de llegar a la bandera. Entre prueba y prueba seguía escuchando los partidos por la radio imaginando que algún día yo también iba a ser parte de ese grito de gol en vivo en los escalones de cemento del Monumental.
Llegó el mes de Octubre y mi nivel se mantenía, pero me faltaba bastante para estar entre los mejores 5 la clase, las maestras me felicitaban y veían un cambio pero no tanto como para alcanzar la meta. Los primeros días de noviembre las cosas empezaban a definirse y a mediado de mes las maestras nos reunieron a todos para mencionar al abanderado y a los acompañantes. No hubo sorpresas y mi apellido ni se mencionó, me había esforzado pero mi promedio era el sexto de la clase y con eso no alcanzaba.
Llegué a casa bastante triste pero tranquilo, sabiendo que había hecho lo que estaba a mi alcance, antes de cenar escucho la voz de mi papá que me decía que vaya para su pieza. Entré, me senté en la cama y me dijo que tenía que contarme algo. Sus palabras fueron más o menos las siguientes: “Esta tarde tuve una reunión con la maestra y me dijo que estaba sorprendida por el desempeño que tuviste este año, me dijo que te sacrificaste mucho y que me felicitaba, yo le pregunté quienes iban a la bandera y no te nombró pero igual te felicito porque me dijo que mejoraste mucho tu nivel, tu comportamiento y tu atención en el aula. Uh pero que bueno!, exclamé irónicamente, seguro que con todo eso que te dijo te convenció para que me lleves a la cancha, no? El me miró y como sabiendo todo lo que iba a contestar me dijo: “Yo te pedí que te sacrificaras y según tu maestra lo hiciste, así que como vos te sacrificaste yo también lo voy a hacer y por eso ya saqué las entradas para el domingo”. De entrada creí que era un chiste o que tras esa afirmación venía una frase graciosa que iba a derrumbar otra vez mi ilusión, me quedé quieto sin decir nada como no entendiendo lo que pasaba. “¿Lo único que querías es ir a la cancha y ahora no me decís nada?, ahí comprobé que era cierto y a lo primero que atiné fue a darle un abrazo, al fin y al cabo algo por lo que había insistido tantas veces se me iba a dar. Quizás para muchos no era algo como para festejar pero para mi era demasiado importante.
“Má ahora si es cierto, ya tenemos las entradas para el domingo”, le grité a mi vieja que recién se levantaba de la siesta. Ella me felicitó y me recordó algo que generalmente me intentaba enseñar: “Cuando alguien quiere algo, tiene que buscarlo, insistir y dar todo lo que está a su alcance para hacerlo realidad”.
Todo lo que siguió fue tal cual lo había imaginado, el domingo la familia entera se disponía a almorzar en casa y yo ni hambre tenía, quería cumplir rápidamente con el protocolo y salir para el estadio. El partido era a las tres y media y jugábamos contra Lanús, los dos equipos llegaban con 32 puntos y faltaban nada más que tres fechas, ganar ese partido significaba más de la mitad del campeonato, partido decisivo como yo quería, no me podía quejar. Cerca de las dos nos levantamos abruptamente de la sobremesa, saludamos a todos y emprendimos el viaje, en menos de media hora teníamos que estar ahí, estacionar y caminar hasta Figueroa Alcorta.
Todo estaba perfecto, nos chequearon las entradas y pasamos, esa sensación fue increíble, los pies caminaban más rápido, el corazón late un poco más fuerte que lo habitual y lo único importante era subir las escaleras y ver el césped. Cuando llegó la hora señalada todo se movía, la gente cantaba, los papelitos empezaban a volar por el aire y todo era alegría, es cierto lo que me contaban mis amigos, cuando la gente está en la cancha se olvida de todo. Los once jugadores con la banda estaban ahí, los nombres que siempre escuchaba por radio se hacían realidad, el resultado para mí era anecdótico, era feliz más allá de eso.
Tenía claro cual era mi equipo, pero necesitaba vivirlo de otra forma, quería hacer lo que hacían todos, almorzar el domingo con la familia, salir volando para Núñez y estar ahí. Cada viernes empezaba mi “trabajo fino”, prometía lo que sea con tal de ir a ver un partido decisivo, pero siempre había alguna excusa que me hacía perder las ilusiones hasta el fin de semana siguiente. Los que estaban acostumbrados a ir siempre no entendían mi desesperación, ellos iban siempre, tenían algún familiar fanático que los llevaba y nadie les ponía como excusa otras actividades, el horario, el frío o los barrabravas. Ninguna promesa de mi parte era aceptada, pero un día dije algo que cambió las cosas. Portarme bien, contestar adecuadamente ante un no, ayudar a lo que sea en la casa y muchas cosas que a cualquier chico se le puede ocurrir prometer para lograr algo que desea mucho, pensé de todo y no había caso.
Cansado de las respuestas negativas pensé otra estrategia. ¿Qué podría querer mi papá? ¿Qué acción o actitud lo harían cambiar de opinión? Cada cosa que se me ocurría, ya había tenido su respuesta. Una tarde volviendo de la escuela en el auto, el tráfico empezó a detenerse, los autos avanzaban a paso de persona, la gente se bajaba e intentaba averiguar que había pasado más adelante, un accidente bastante grave y a pasar un buen rato encerrados ahí. Los 33º de sensación térmica hicieron que bajara la ventanilla y sin querer escuchara una frase que provino del auto de al lado. Una mujer le decía a quien seguramente era su marido: ¿pero qué querés que haga?, decímelo vos porque yo ya no sé más que hacer.
Mi lamparita, que casi siempre estaba apagada, de golpe se prendió. Quizás no era cuestión de hablar y prometer a lo loco, sino de descubrir que cosa le gustaría más que las otras que ya había intentado jurar hasta el cansancio. La situación era propicia, la radio de fondo cortaba el silencio en el interior del auto, esperé que nos agarrara un semáforo en rojo y le dije: papá ¿qué tengo que hacer para que me lleves a la cancha un domingo?, y tratando de explicarme agregué: “Pensá lo que quieras, que te gustaría, con que estarías orgulloso, lo que sea, yo no te doy más opciones, quiero que vos me lo digas”.
Estoy casi seguro que en ese momento puso su concentración en nuestra charla y mientras repasaba mentalmente todas las cosas que ya habíamos hablado iba imaginando algo que yo jamás pudiera lograr, algo que estuviese lejos de mi alcance. Su respuesta tardó unos minutos en llegar y cuando lo hizo fue casi lapidaria. Antes me dijo lo siguiente: “Mirá, vos sabés que ir a la cancha mucho no me gusta y que sos chico para ir con algún amigo o sólo, pero creo que hay algo que me gustaría que intentes, algo por lo cual si vos te sacrificás y lo lográs, yo también me puedo sacrificar por vos y llevarte un par de domingos a ver a River”.
Con el ánimo por las nubes empecé a gritar, estaba loco de contento, ya me imaginaba almorzando en familia y contándoles a todos que dentro de un rato me iba para la cancha, que iba a ver al Enzo, Ortega, Crespo, el chileno y todos esos fenómenos que siempre seguía por la tele o por algún relator partidario cada domingo. Yo sabía que algún punto débil iba a tener, era cuestión de pensar y buscarle la vuelta. Llegamos a casa y enloquecido corrí a mi habitación para buscar un fixture con los partidos, ya teníamos que empezar a planificar a qué partido íbamos a ir, pero faltaba algo. Mamá, le dije: “Papá me dijo que me va a llevar a la cancha”, ella asombrada me miró y me preguntó si era cierto.
Cuando empezaba a responder me di cuenta que me faltaba un detalle, con mis alocados festejos no le había dado lugar para que me pusiera al tanto de su pretensión.
En ese momento lo miré y me dio la sensación que me había estado observando sonriente desde el momento en que empecé a festejar. Tomé aire y le dije: “Pa, ¿qué era lo que querías que haga para llevarme a la cancha?”. Se levantó de la silla, fue hasta la heladera, se sirvió un vaso de Coca y empezó a cantar: “Salve Argentina, Bandera azul y blanca, jirón del cielo en donde impera el sol”, antes que siga con la canción pegué un grito que seguramente deben haber escuchado los vecinos de toda la cuadra. “No vale, eso es imposible, ¿cómo voy a hacer para ir a la bandera?, es más fácil que Mandiyú de Corrientes salga campeón antes que yo sea abanderado.” Mientras seguía gritando él me decía: “Vos me dijiste qué quería, qué me gustaría, yo creo que sos capaz, te falta sacrificio pero no capacidad, y ya que me diste la posibilidad de elegir, eso es lo que quiero. Si te eligen para ir a la bandera vamos a ver el partido que vos quieras”. Todas mis expectativas quedaron congeladas, realmente era muy poco probable que un alumno como yo pudiera ser abanderado, pero no me quedaba otra que intentarlo, al fin y al cabo era la bandera o nada.
Los meses comenzaron a transcurrir y si bien no era Sarmiento, mis notas estaban muy bien, pero creo que bastante lejos de llegar a la bandera. Entre prueba y prueba seguía escuchando los partidos por la radio imaginando que algún día yo también iba a ser parte de ese grito de gol en vivo en los escalones de cemento del Monumental.
Llegó el mes de Octubre y mi nivel se mantenía, pero me faltaba bastante para estar entre los mejores 5 la clase, las maestras me felicitaban y veían un cambio pero no tanto como para alcanzar la meta. Los primeros días de noviembre las cosas empezaban a definirse y a mediado de mes las maestras nos reunieron a todos para mencionar al abanderado y a los acompañantes. No hubo sorpresas y mi apellido ni se mencionó, me había esforzado pero mi promedio era el sexto de la clase y con eso no alcanzaba.
Llegué a casa bastante triste pero tranquilo, sabiendo que había hecho lo que estaba a mi alcance, antes de cenar escucho la voz de mi papá que me decía que vaya para su pieza. Entré, me senté en la cama y me dijo que tenía que contarme algo. Sus palabras fueron más o menos las siguientes: “Esta tarde tuve una reunión con la maestra y me dijo que estaba sorprendida por el desempeño que tuviste este año, me dijo que te sacrificaste mucho y que me felicitaba, yo le pregunté quienes iban a la bandera y no te nombró pero igual te felicito porque me dijo que mejoraste mucho tu nivel, tu comportamiento y tu atención en el aula. Uh pero que bueno!, exclamé irónicamente, seguro que con todo eso que te dijo te convenció para que me lleves a la cancha, no? El me miró y como sabiendo todo lo que iba a contestar me dijo: “Yo te pedí que te sacrificaras y según tu maestra lo hiciste, así que como vos te sacrificaste yo también lo voy a hacer y por eso ya saqué las entradas para el domingo”. De entrada creí que era un chiste o que tras esa afirmación venía una frase graciosa que iba a derrumbar otra vez mi ilusión, me quedé quieto sin decir nada como no entendiendo lo que pasaba. “¿Lo único que querías es ir a la cancha y ahora no me decís nada?, ahí comprobé que era cierto y a lo primero que atiné fue a darle un abrazo, al fin y al cabo algo por lo que había insistido tantas veces se me iba a dar. Quizás para muchos no era algo como para festejar pero para mi era demasiado importante.
“Má ahora si es cierto, ya tenemos las entradas para el domingo”, le grité a mi vieja que recién se levantaba de la siesta. Ella me felicitó y me recordó algo que generalmente me intentaba enseñar: “Cuando alguien quiere algo, tiene que buscarlo, insistir y dar todo lo que está a su alcance para hacerlo realidad”.
Todo lo que siguió fue tal cual lo había imaginado, el domingo la familia entera se disponía a almorzar en casa y yo ni hambre tenía, quería cumplir rápidamente con el protocolo y salir para el estadio. El partido era a las tres y media y jugábamos contra Lanús, los dos equipos llegaban con 32 puntos y faltaban nada más que tres fechas, ganar ese partido significaba más de la mitad del campeonato, partido decisivo como yo quería, no me podía quejar. Cerca de las dos nos levantamos abruptamente de la sobremesa, saludamos a todos y emprendimos el viaje, en menos de media hora teníamos que estar ahí, estacionar y caminar hasta Figueroa Alcorta.
Todo estaba perfecto, nos chequearon las entradas y pasamos, esa sensación fue increíble, los pies caminaban más rápido, el corazón late un poco más fuerte que lo habitual y lo único importante era subir las escaleras y ver el césped. Cuando llegó la hora señalada todo se movía, la gente cantaba, los papelitos empezaban a volar por el aire y todo era alegría, es cierto lo que me contaban mis amigos, cuando la gente está en la cancha se olvida de todo. Los once jugadores con la banda estaban ahí, los nombres que siempre escuchaba por radio se hacían realidad, el resultado para mí era anecdótico, era feliz más allá de eso.
viernes, 23 de julio de 2010
Una jornada descomunal, un suceso exorbitante
(Por Daiana Cejas) - Cuando me llegó la noticia de que usted se iba a Europa, no quise creer que fuese cierto, preferí pasarlo desapercibido o pensar que solo eran especulaciones. Pero fueron suyas las palabras que confirmaron que su futuro inmediato estaría en el viejo continente.
Y llegó el día de su partida del club que lo vio crecer y lo hizo debutar en la primera división con 19 años. Usted aseguró que se iba, y recién en ese entonces fue cuando asimilé aquella afirmación. Y caí, se iba Radamel Falcao García Zárate, aquel 9 de River, al que aprecio, admiro y respeto. Fue ahí cuando inconscientemente empecé a analizar su carrera futbolística. Inmediatamente, el recuerdo de aquel partido se apoderó de mi mente. Ese mismo que sigue latente en mí, como si fuese hoy.
Distraída y volátilmente, me transporté en el tiempo, a un inolvidable 27 de septiembre, en un imponente Monumental. Un momento emotivo como pocos, en el cual, indiscutidamente usted es el héroe. No necesita que yo se lo recuerde Radamel. Además, usted mismo aseveró que fue su “mejor partido”, en el que marcó 3 de los 4 goles con los que River le ganó agónicamente a Botafogo. A usted le atribuyo el mérito de haber clasificado a su equipo a los octavos de final de la Copa Sudamericana en el 2007. Fue una hazaña histórica. River una vez más había comenzado perdiendo. Su público empezó a impacientarse. Entonces el clima se tornó hostil. Fue allí, cuando usted convirtió el gol del empate y, luego, se produjo la expulsión de Zè Roberto lo que, en definitiva, nos devolvió la esperanza. Culminó el primer tiempo.
Todos ansiábamos el comienzo de la segunda parte del juego. Al fín comenzó, pero el panorama fue oscureciéndose. Habían expulsado a uno de los nuestros, a Lussenhoff. Todo empeoró y, por consiguiente, Dodô marcó el 2 a 1. Se vino la noche. Entre insultos y reproches, el millonario seguía de mal en peor, totalmente a la deriva. ¡Otro más! Ahumada abandonó la cancha tras ser expulsado por una patada desubicada. Todo salía mal. El estadio era un volcán en erupción. Mucha gente se marchó, pensando que ya todo estaba perdido y, desilusionada, se rehusó a soportar semejante humillación, sin imaginar lo que vendría después. ¡Necesitábamos nada menos que 3 goles! Y gracias a su fe Radamel, y a su espíritu luchador, con un óptimo remate de mitad de cancha llegó el empate transitorio. Así, contagió al resto de sus compañeros, con ese mismo espíritu guerrero. Ahora solamente dos tantos nos separaban de la clasificación a la próxima etapa. Estábamos más cerca. Ríos marcó el 3-2. Un gol “¡y ya!”, diría usted con el acento de su Colombia natal. El clima cambió, y ahora el sol brillaba más radiante que nunca. La hinchada estaba eufórica, no dejaba de alentarlos. Y volvían corriendo aquellos que se habían ido con la imagen de un River perdedor, para ver a este otro ganador.
Los diez minutos finales fueron increíbles, todos estaban descontrolados. Incluso Passarella, quien se jugaba su continuidad como técnico. A los 46 minutos, tras un centro de Ortega, el tiempo se detuvo, el mundo River quedó inmóvil. Usted saltó sobrenaturalmente, quedó suspendido en el aire, cabeceó y fue el autor de ese bendito gol revolucionario, que hizo que el Monumental se rindiera a sus pies. ¡Cómo grité ese gol! Se festejó tanto como un campeonato. Cuando me acuerdo se me pone la piel de gallina. Fue adrenalina pura, con una dosis de lágrimas, sudor, delirio, alegría; todo junto. Indiscutiblemente, usted fue la figura. Con su cabeza salvó a varias cabezas. Hubo quienes calificaron a este día como una victoria histórica.
Aún tengo guardados en una cajita dorada, una recopilación de recortes de diarios del día después. De vez en cuando los releo, y entre varios de ellos puedo destacar algunos títulos de diferentes portadas. Olé: “Fogo Sagrado”, en el que cabe destacar el título de la nota central “Dios jugó para River”. Clarín: “Una hazaña con el alma”. La Nación: “River hizo el milagro”. Popular: Hazaña de River”. La prensa lo elogió hasta el cansancio, como pocas veces, todos coincidieron y lo calificaron con 10 puntos. No era para menos.
Estos recuerdos son muy reconfortantes, porque hoy la realidad de River es otra. Aunque sé que va a cambiar. Es cuestión de tiempo.
En fin, le agradezco Radamel. Ojalá algún día regrese. El tiempo dirá. Su gente de River siempre estará esperándolo con los brazos abiertos para que en su retorno nos vuelva a deleitar con su exquisito fútbol, en el que pone alma, vida y corazón. Usted me enseñó que aunque parezca, no todo está perdido. También, que ante las adversidades no hay que bajar los brazos y luchar por lo que uno desea. Y que por sobre todas las cosas, nunca hay que perder la fe. Simplemente muchas gracias Radamel Falcao García Zárate y hasta luego.
Daiana Cejas
Y llegó el día de su partida del club que lo vio crecer y lo hizo debutar en la primera división con 19 años. Usted aseguró que se iba, y recién en ese entonces fue cuando asimilé aquella afirmación. Y caí, se iba Radamel Falcao García Zárate, aquel 9 de River, al que aprecio, admiro y respeto. Fue ahí cuando inconscientemente empecé a analizar su carrera futbolística. Inmediatamente, el recuerdo de aquel partido se apoderó de mi mente. Ese mismo que sigue latente en mí, como si fuese hoy.
Distraída y volátilmente, me transporté en el tiempo, a un inolvidable 27 de septiembre, en un imponente Monumental. Un momento emotivo como pocos, en el cual, indiscutidamente usted es el héroe. No necesita que yo se lo recuerde Radamel. Además, usted mismo aseveró que fue su “mejor partido”, en el que marcó 3 de los 4 goles con los que River le ganó agónicamente a Botafogo. A usted le atribuyo el mérito de haber clasificado a su equipo a los octavos de final de la Copa Sudamericana en el 2007. Fue una hazaña histórica. River una vez más había comenzado perdiendo. Su público empezó a impacientarse. Entonces el clima se tornó hostil. Fue allí, cuando usted convirtió el gol del empate y, luego, se produjo la expulsión de Zè Roberto lo que, en definitiva, nos devolvió la esperanza. Culminó el primer tiempo.
Todos ansiábamos el comienzo de la segunda parte del juego. Al fín comenzó, pero el panorama fue oscureciéndose. Habían expulsado a uno de los nuestros, a Lussenhoff. Todo empeoró y, por consiguiente, Dodô marcó el 2 a 1. Se vino la noche. Entre insultos y reproches, el millonario seguía de mal en peor, totalmente a la deriva. ¡Otro más! Ahumada abandonó la cancha tras ser expulsado por una patada desubicada. Todo salía mal. El estadio era un volcán en erupción. Mucha gente se marchó, pensando que ya todo estaba perdido y, desilusionada, se rehusó a soportar semejante humillación, sin imaginar lo que vendría después. ¡Necesitábamos nada menos que 3 goles! Y gracias a su fe Radamel, y a su espíritu luchador, con un óptimo remate de mitad de cancha llegó el empate transitorio. Así, contagió al resto de sus compañeros, con ese mismo espíritu guerrero. Ahora solamente dos tantos nos separaban de la clasificación a la próxima etapa. Estábamos más cerca. Ríos marcó el 3-2. Un gol “¡y ya!”, diría usted con el acento de su Colombia natal. El clima cambió, y ahora el sol brillaba más radiante que nunca. La hinchada estaba eufórica, no dejaba de alentarlos. Y volvían corriendo aquellos que se habían ido con la imagen de un River perdedor, para ver a este otro ganador.
Los diez minutos finales fueron increíbles, todos estaban descontrolados. Incluso Passarella, quien se jugaba su continuidad como técnico. A los 46 minutos, tras un centro de Ortega, el tiempo se detuvo, el mundo River quedó inmóvil. Usted saltó sobrenaturalmente, quedó suspendido en el aire, cabeceó y fue el autor de ese bendito gol revolucionario, que hizo que el Monumental se rindiera a sus pies. ¡Cómo grité ese gol! Se festejó tanto como un campeonato. Cuando me acuerdo se me pone la piel de gallina. Fue adrenalina pura, con una dosis de lágrimas, sudor, delirio, alegría; todo junto. Indiscutiblemente, usted fue la figura. Con su cabeza salvó a varias cabezas. Hubo quienes calificaron a este día como una victoria histórica.
Aún tengo guardados en una cajita dorada, una recopilación de recortes de diarios del día después. De vez en cuando los releo, y entre varios de ellos puedo destacar algunos títulos de diferentes portadas. Olé: “Fogo Sagrado”, en el que cabe destacar el título de la nota central “Dios jugó para River”. Clarín: “Una hazaña con el alma”. La Nación: “River hizo el milagro”. Popular: Hazaña de River”. La prensa lo elogió hasta el cansancio, como pocas veces, todos coincidieron y lo calificaron con 10 puntos. No era para menos.
Estos recuerdos son muy reconfortantes, porque hoy la realidad de River es otra. Aunque sé que va a cambiar. Es cuestión de tiempo.
En fin, le agradezco Radamel. Ojalá algún día regrese. El tiempo dirá. Su gente de River siempre estará esperándolo con los brazos abiertos para que en su retorno nos vuelva a deleitar con su exquisito fútbol, en el que pone alma, vida y corazón. Usted me enseñó que aunque parezca, no todo está perdido. También, que ante las adversidades no hay que bajar los brazos y luchar por lo que uno desea. Y que por sobre todas las cosas, nunca hay que perder la fe. Simplemente muchas gracias Radamel Falcao García Zárate y hasta luego.
Daiana Cejas
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martes, 20 de julio de 2010
River, mi abuelo, la radio y yo
(Por Nicolás González) - Fue un domingo. De eso no me puedo olvidar y más sabiendo que los partidos importantes se juegan un domingo. Pero este encuentro, por así llamarlo, era el que movía a todo un país, en donde los dos equipos más importantes se enfrentaban y millones de argentinos se veían inmersos en la algarabía y los nerviosismos previos a un Boca- River.
Se acercaba la hora de la verdad y me acercaba al sillón cabulero de mi casa, el mismo que de chico me transportaba a los goles de Francescoli y las gambetas indescifrables del burrito Ortega, para tomar terreno y prender el artefacto que quizás, dos horas después, me alegraría ese 10 de Marzo. La estufa y su calor me acercaban un poco más al ambiente que se vivía en la Bombonera alejándome del viento y la lluvia que querían escurrirse por la ventana de mi comedor.
Esperaba una tarde tranquila, en donde ansiaba que las únicas compañías sean la radio y mis nervios. Pero no fue así. Un hombre de 65 años decidió acercarse a mi bunker para tomar su puesto de batalla, una silla pegada a mi sillón. Un hincha de Boca señores ¿qué iba a hacer yo al lado de mi archival(o contrincante por así decirlo)?, pensé. En caso de que hagamos un gol ¿qué hago?, seguí. Al cabo de unos pocos segundos me resigné y decidí cederle un poco de terreno a mi enemigo, total, era mi abuelo…
Él, ya no vive el fútbol como antes. Se queja de las marcas pegajosas y no le gustan las mañas de los defensores a la hora de los tiros libres y corners. Se cansa y me cansa, de las viejas historias. Las de cuando iba a ver a su Boca y miraba al tal “Rojitas”, como lo sigue llamando, que dejaba la pelota y los rivales idiotizados lo perseguían a él. Ese fútbol perdido en la historia lo atrae, el de los marcadores abultados que hacían pensar que los empates sin goles eran una utopía. Beto es de aquellos que ha perdido con el tiempo el sabor del deporte más hermoso y en ciertas circunstancias, llega a aburrirlo. Pero en aquellas situaciones especiales como los Mundiales y Superclásicos, él es uno más de los feroces fanáticos que lo único que buscan es una victoria.
Distanciado por un océano disfrazado de baldosas, estaba yo, amante de la pelota bajo la suela y obviamente, riverplatense. El fútbol para mí siempre significó una gran pasión, a tal punto, que podría generarme las sensaciones antagónicas más increíbles en cuestión de segundos. Acostumbrado a ver a mi equipo “ganar, gustar y golear”, esperaba que esta tarde de verano otoñezco mi glorioso River Plate me diera una nueva alegría.
Enchufada al toma corrientes estaba ella, la infaltable. La fiel generadora de la imaginación incalculable de todos los domingos. La que con solo sintonizar a Atilio Costa Febre, me generaba esos nudos en el estómago que me cuestan explicar. La misma que durante un encuentro me hacía gritar, festejar, abrazar y en otras situaciones sufrir, llorar y amargarme desoladamente. Ella ha vivido muchas batallas y en esta no podía faltar.
A escasos diez minutos del partido, se encontraba la primera batalla. Siempre está el que tiene sus preferencias a la hora de escuchar un encuentro de fútbol y se generan diferentes pensamientos. La radio partidaria o La Red, era la cuestión. Por ser yo el que primero llegó al puesto de batalla y obviamente, quien llevó al lugar la Radio, me aferré a ella como un niño y elegí a “Lito”. Mi abuelo no tuvo otra cosa que aceptar. Nunca hay que confiarse, ganar una batalla no es lo mismo que la guerra…
Era el momento de las formaciones. Los once gladiadores del Monumental eran enunciados por el parlante del Estadio y tenían que combatir ante los chiflidos e insultos de los hinchas locales. Mi abuelo y yo, estábamos totalmente insertados en cada nombre que se iba escuchando. Entre los cuales aparecían Andrés D`Alesandro, Eduardo Coudet, Esteban Cambiasso y el hasta ese día apodado, Ricky Rojas. Luego llegaba el turno de Boca….
El partido había comenzado, los nervios cada vez se hacían más fuertes y se apoderaban de nosotros. No exteriorizábamos ninguna palabra, el silencio era el dominador psicológico de nuestros pensamientos. El viento se escuchaba cada vez más cerca, se introducía por mi oído, se había abierto la ventana. No entendía cómo no había escuchado semejante ruido, la cerré y todo volvió a la normalidad. Ni un sólo sonido.
Los piratas riverplatenses atacaban continuamente el barco enemigo, desatando la furia contenida desde hacia dos años, cuando ellos tuvieron la suerte de contar con el hombre pata de palo que los había salvado. Esta vez, todo sería diferente, estábamos totalmente preparados para combatir y destruir su embarcación.
Desde un primer momento, logramos apoderarnos del tesoro, la redonda, y desatar incontables bombardeos hasta provocar la primera gran explosión. Gol de Cambiasso, no lo grité. Me dolió en el alma no haberlo hecho, pero me la tuve que bancar. Fui al baño, desaté un grito mudo, volví y continué escuchando el encuentro.
La cara de mi abuelo estaba totalmente transformada. No encontraba ningún tipo de explicación a lo que estaba sucediendo dentro del terreno de juego. Seguramente pensaba que habíamos tenido suerte en aquel tiro libre que nos había adelantado en el marcador, pero ya estaba todo sellado. Boca 0- River 1.
En los siguientes minutos las caras cambiaron. Él estaba totalmente entusiasmado por un par de ataques de su equipo a tal punto que llegó a levantarse un par de veces para festejar y yo, estaba aferrado a mi trinchera casi sin querer escuchar lo que iba sucediendo. Habíamos zafado, pero esto obviamente no cesaría.
La radio nos había atrapado. Éramos totalmente presas de este malvado artefacto electrónico que conquistaba nuestra atención a través de los distintos matices de un partido de fútbol.
Cuando todo empezaba a complicarse y los viejos recuerdos empezaban a hacerse presentes, apareció el platinado volante por derecha. Un hombre difícil de entender que podría ser catalogado sin ninguna duda como un loco, el “Chacho Coudet”, ponía su sello en el cotejo. Otra vez la misma historia, no grité el gol, pero una sensación de felicidad se escurría por mi cuerpo. Boca 0 – River 2.
Había terminado el primer tiempo y el silencio seguía siendo protagonista, hasta que él, decidió culminar con la monotonía. Hizo referencia a los goles de River, la superioridad y sobre todo, la incapacidad de su equipo de generar riesgo. Consideró que el partido estaba prácticamente definido y me felicitó. Nos quiso quemar.
Los equipos volvían al campo de juego y las palabras que minutos antes habían salido de su boca, sonaban como ecos en mi cabeza. No vaya a ser que nos empaten el partido, pensé en voz baja. Lo miré y su sonrisa me desafió.
El segundo tiempo se transformó en una eternidad. Cada segundo parecía días y los minutos, se transformaban en meses. El reloj de mi comedor no avanzaba, las agujas se transformaban en increíbles lanzas que buscaban herir mi hasta ese entonces, tranquilidad. El arco se hacía cada vez más grande y la pelota cada vez más pequeña. La posibilidad de que ingrese en el imaginario mundo del gol, era cada vez una sensación más real.
Lo que percibía de mi verdugo dominical, eran totalmente contradictorias. Sus ojos demostraban impaciencia y para él, el tiempo pasaba muy rápido. Veía que su equipo estaba dominando totalmente y que el gol, estaría al caer. El volcán estaba buscando la erupción, pero aquello necesario, los movimientos sísmicos dentro del terreno de juego, no se hacían presentes.
En un abrir y cerrar de ojos, se empezaba a acercar el final del encuentro. Los nudos del estómago empezaban a desaparecer y los bombos de mi corazón, cesaban de una buena vez.
Faltaban no más de diez minutos para que el encuentro terminara y un desconocido del gol aparecía en escena. Considerado un marcador izquierdo sin muchas cualidades a la hora de encarar situaciones claves, Ricky Rojas, se encontraba en el borde del área rival, sin ningún compañero alrededor y decidió tomar la mejor decisión durante su carrera futbolística, y colocó suavemente la pelota por encima del arquero rival. Una vaselina inolvidable. Boca 0 – River 3.
La victoria ya era una realidad y el tiempo no importaba. River le había ganado a Boca en su cancha, bajo una lluvia incesante y encima dando cátedra, más no podía pedir.
El chillido de la pava indicaba que el mate estaba listo, apagué la radio y miré con una sonrisa a mi abuelo. Ambos nos dirigimos hacia la cocina, dejamos de lado la batalla que se había vivido durante dos horas y volvimos a ser, abuelo y nieto.
Se acercaba la hora de la verdad y me acercaba al sillón cabulero de mi casa, el mismo que de chico me transportaba a los goles de Francescoli y las gambetas indescifrables del burrito Ortega, para tomar terreno y prender el artefacto que quizás, dos horas después, me alegraría ese 10 de Marzo. La estufa y su calor me acercaban un poco más al ambiente que se vivía en la Bombonera alejándome del viento y la lluvia que querían escurrirse por la ventana de mi comedor.
Esperaba una tarde tranquila, en donde ansiaba que las únicas compañías sean la radio y mis nervios. Pero no fue así. Un hombre de 65 años decidió acercarse a mi bunker para tomar su puesto de batalla, una silla pegada a mi sillón. Un hincha de Boca señores ¿qué iba a hacer yo al lado de mi archival(o contrincante por así decirlo)?, pensé. En caso de que hagamos un gol ¿qué hago?, seguí. Al cabo de unos pocos segundos me resigné y decidí cederle un poco de terreno a mi enemigo, total, era mi abuelo…
Él, ya no vive el fútbol como antes. Se queja de las marcas pegajosas y no le gustan las mañas de los defensores a la hora de los tiros libres y corners. Se cansa y me cansa, de las viejas historias. Las de cuando iba a ver a su Boca y miraba al tal “Rojitas”, como lo sigue llamando, que dejaba la pelota y los rivales idiotizados lo perseguían a él. Ese fútbol perdido en la historia lo atrae, el de los marcadores abultados que hacían pensar que los empates sin goles eran una utopía. Beto es de aquellos que ha perdido con el tiempo el sabor del deporte más hermoso y en ciertas circunstancias, llega a aburrirlo. Pero en aquellas situaciones especiales como los Mundiales y Superclásicos, él es uno más de los feroces fanáticos que lo único que buscan es una victoria.
Distanciado por un océano disfrazado de baldosas, estaba yo, amante de la pelota bajo la suela y obviamente, riverplatense. El fútbol para mí siempre significó una gran pasión, a tal punto, que podría generarme las sensaciones antagónicas más increíbles en cuestión de segundos. Acostumbrado a ver a mi equipo “ganar, gustar y golear”, esperaba que esta tarde de verano otoñezco mi glorioso River Plate me diera una nueva alegría.
Enchufada al toma corrientes estaba ella, la infaltable. La fiel generadora de la imaginación incalculable de todos los domingos. La que con solo sintonizar a Atilio Costa Febre, me generaba esos nudos en el estómago que me cuestan explicar. La misma que durante un encuentro me hacía gritar, festejar, abrazar y en otras situaciones sufrir, llorar y amargarme desoladamente. Ella ha vivido muchas batallas y en esta no podía faltar.
A escasos diez minutos del partido, se encontraba la primera batalla. Siempre está el que tiene sus preferencias a la hora de escuchar un encuentro de fútbol y se generan diferentes pensamientos. La radio partidaria o La Red, era la cuestión. Por ser yo el que primero llegó al puesto de batalla y obviamente, quien llevó al lugar la Radio, me aferré a ella como un niño y elegí a “Lito”. Mi abuelo no tuvo otra cosa que aceptar. Nunca hay que confiarse, ganar una batalla no es lo mismo que la guerra…
Era el momento de las formaciones. Los once gladiadores del Monumental eran enunciados por el parlante del Estadio y tenían que combatir ante los chiflidos e insultos de los hinchas locales. Mi abuelo y yo, estábamos totalmente insertados en cada nombre que se iba escuchando. Entre los cuales aparecían Andrés D`Alesandro, Eduardo Coudet, Esteban Cambiasso y el hasta ese día apodado, Ricky Rojas. Luego llegaba el turno de Boca….
El partido había comenzado, los nervios cada vez se hacían más fuertes y se apoderaban de nosotros. No exteriorizábamos ninguna palabra, el silencio era el dominador psicológico de nuestros pensamientos. El viento se escuchaba cada vez más cerca, se introducía por mi oído, se había abierto la ventana. No entendía cómo no había escuchado semejante ruido, la cerré y todo volvió a la normalidad. Ni un sólo sonido.
Los piratas riverplatenses atacaban continuamente el barco enemigo, desatando la furia contenida desde hacia dos años, cuando ellos tuvieron la suerte de contar con el hombre pata de palo que los había salvado. Esta vez, todo sería diferente, estábamos totalmente preparados para combatir y destruir su embarcación.
Desde un primer momento, logramos apoderarnos del tesoro, la redonda, y desatar incontables bombardeos hasta provocar la primera gran explosión. Gol de Cambiasso, no lo grité. Me dolió en el alma no haberlo hecho, pero me la tuve que bancar. Fui al baño, desaté un grito mudo, volví y continué escuchando el encuentro.
La cara de mi abuelo estaba totalmente transformada. No encontraba ningún tipo de explicación a lo que estaba sucediendo dentro del terreno de juego. Seguramente pensaba que habíamos tenido suerte en aquel tiro libre que nos había adelantado en el marcador, pero ya estaba todo sellado. Boca 0- River 1.
En los siguientes minutos las caras cambiaron. Él estaba totalmente entusiasmado por un par de ataques de su equipo a tal punto que llegó a levantarse un par de veces para festejar y yo, estaba aferrado a mi trinchera casi sin querer escuchar lo que iba sucediendo. Habíamos zafado, pero esto obviamente no cesaría.
La radio nos había atrapado. Éramos totalmente presas de este malvado artefacto electrónico que conquistaba nuestra atención a través de los distintos matices de un partido de fútbol.
Cuando todo empezaba a complicarse y los viejos recuerdos empezaban a hacerse presentes, apareció el platinado volante por derecha. Un hombre difícil de entender que podría ser catalogado sin ninguna duda como un loco, el “Chacho Coudet”, ponía su sello en el cotejo. Otra vez la misma historia, no grité el gol, pero una sensación de felicidad se escurría por mi cuerpo. Boca 0 – River 2.
Había terminado el primer tiempo y el silencio seguía siendo protagonista, hasta que él, decidió culminar con la monotonía. Hizo referencia a los goles de River, la superioridad y sobre todo, la incapacidad de su equipo de generar riesgo. Consideró que el partido estaba prácticamente definido y me felicitó. Nos quiso quemar.
Los equipos volvían al campo de juego y las palabras que minutos antes habían salido de su boca, sonaban como ecos en mi cabeza. No vaya a ser que nos empaten el partido, pensé en voz baja. Lo miré y su sonrisa me desafió.
El segundo tiempo se transformó en una eternidad. Cada segundo parecía días y los minutos, se transformaban en meses. El reloj de mi comedor no avanzaba, las agujas se transformaban en increíbles lanzas que buscaban herir mi hasta ese entonces, tranquilidad. El arco se hacía cada vez más grande y la pelota cada vez más pequeña. La posibilidad de que ingrese en el imaginario mundo del gol, era cada vez una sensación más real.
Lo que percibía de mi verdugo dominical, eran totalmente contradictorias. Sus ojos demostraban impaciencia y para él, el tiempo pasaba muy rápido. Veía que su equipo estaba dominando totalmente y que el gol, estaría al caer. El volcán estaba buscando la erupción, pero aquello necesario, los movimientos sísmicos dentro del terreno de juego, no se hacían presentes.
En un abrir y cerrar de ojos, se empezaba a acercar el final del encuentro. Los nudos del estómago empezaban a desaparecer y los bombos de mi corazón, cesaban de una buena vez.
Faltaban no más de diez minutos para que el encuentro terminara y un desconocido del gol aparecía en escena. Considerado un marcador izquierdo sin muchas cualidades a la hora de encarar situaciones claves, Ricky Rojas, se encontraba en el borde del área rival, sin ningún compañero alrededor y decidió tomar la mejor decisión durante su carrera futbolística, y colocó suavemente la pelota por encima del arquero rival. Una vaselina inolvidable. Boca 0 – River 3.
La victoria ya era una realidad y el tiempo no importaba. River le había ganado a Boca en su cancha, bajo una lluvia incesante y encima dando cátedra, más no podía pedir.
El chillido de la pava indicaba que el mate estaba listo, apagué la radio y miré con una sonrisa a mi abuelo. Ambos nos dirigimos hacia la cocina, dejamos de lado la batalla que se había vivido durante dos horas y volvimos a ser, abuelo y nieto.
martes, 13 de julio de 2010
Gracias Titán
(Por Nicanor Olivetto) - Y, si. Tenías que ser vos, Martín. Estaba como predestinado, vos estás hecho para ese tipo de cosas, otro no lo habría podido lograr. Encima fue debajo de la lluvia y en el último minuto. Solamente vos, Martín Palermo, el que firmó un contrato eterno con el gol.
Todavía recuerdo la ansiedad que me comía la cabeza desde Estados Unidos mientras la selección argentina se jugaba la clasificación al mundial contra Perú en Buenos Aires. Recuerdo la habitación del hotel donde me hospedaba: una luz intencionalmente tenue que se regulaba desde una perilla; un escritorio y sobre él una computadora portátil que luchaba para que no se le cayera la conexión a Internet. Yo miraba la pantalla que tenía el logo de Radio La Red como si pudiera ver al relator cuya voz salía por los parlantes.
Habían pasado treinta del primer tiempo cuando sintonicé el partido, eso recuerdo. Argentina ganaba 1 a 0 y el comentario que me hacía viajar de Norte América hasta la cancha de River indicaba que allá la tormenta no dejaba distinguir que jugador era quien.
Recuerdo también que me puse contento cuando escuché que vos entrabas en algún tramo del segundo tiempo, ahora no me viene a la mente cuanto había transcurrido del partido, te pido perdón por eso Martín. La realidad es que esa selección -la que jugó las eliminatorias para entrar al mundial 2010- no transmitía seguridad, y la diferencia de un gol no bastaba. Por eso imagino que el técnico te mandó a la cancha, Titán. Pero también puedo recordar que le salió el tiro por la culata, como se dice vulgarmente, y ese equipo peruano que no se jugaba nada más que amargarle la alegría a un equipo –y a un país-, empató el partido cuando este contaba segundos para arriba y ya se había cumplido el tiempo reglamentario. ¡Qué decepción! nos quedábamos casi afuera, colgando de un hilo. Allá, donde yo descansaba tranquilo, a miles de kilómetros hacia el norte, traté de no hacerme tanto problema, Palermo.
Pero era imposible, si justamente gente como vos hace que a personas como uno el fútbol le llegue al corazón y le humedezca los ojos. Lloré, si. Daba bronca, daba impotencia, daba curiosidad (¿Por qué mierda cuando un equipo atacaba a ese modelo 2009 del nuestro parecía ser gol rival?).
Recuerdo que vos largabas sangre por tu nariz como si esta fuera una botella de vino tinto en navidad. Habías chocado con el arquero cuando apenas ingresaste al campo de juego. Pero es imposible que cosas como esta te afecten a vos, Martín, al hombre que metió su gol número cien con los ligamentos de la rodilla rotos, al hombre que una semana después de la tragedia más dolorosa que puede sufrir una persona metió dos goles, al hombre que tantas veces se cayó y se levantó. No, un golpe en la cara no te iba a detener.
Y allá fuiste, a pescar aquella pelota empapada que pasó entre tantas piernas hasta llegar a la tuya, que la empujó hacia adentro del arco vacío. ¡Qué me importa si fue offside y no lo cobraron! Ahora íbamos a Uruguay tranquilos (bah, ustedes), sabiendo que por lo menos, si perdíamos, jugábamos un repechaje fácil y sacábamos pasaje a Sudáfrica, al mundial.
Por esto quiero agradecerte Martín Palermo, por hacer viajar la pasión, y lograr que esta traspase fronteras internacionales. Jamás me voy a olvidar tu imagen –que la tuve que buscar en un portal de video desde yanquilandia- gritando el gol con el torso desnudo recibiendo litros de agua de lluvia. Tampoco me voy a olvidar de lo que gritabas mirando hacia el cielo: “¡Gracias!”. Y te digo la verdad, aunque había varios delanteros en mejor nivel que vos para llevar a la Copa del Mundo, me puso muy contento que hayas ido a Sudáfrica. Gracias Martín Palermo, muchas gracias.
Todavía recuerdo la ansiedad que me comía la cabeza desde Estados Unidos mientras la selección argentina se jugaba la clasificación al mundial contra Perú en Buenos Aires. Recuerdo la habitación del hotel donde me hospedaba: una luz intencionalmente tenue que se regulaba desde una perilla; un escritorio y sobre él una computadora portátil que luchaba para que no se le cayera la conexión a Internet. Yo miraba la pantalla que tenía el logo de Radio La Red como si pudiera ver al relator cuya voz salía por los parlantes.
Habían pasado treinta del primer tiempo cuando sintonicé el partido, eso recuerdo. Argentina ganaba 1 a 0 y el comentario que me hacía viajar de Norte América hasta la cancha de River indicaba que allá la tormenta no dejaba distinguir que jugador era quien.
Recuerdo también que me puse contento cuando escuché que vos entrabas en algún tramo del segundo tiempo, ahora no me viene a la mente cuanto había transcurrido del partido, te pido perdón por eso Martín. La realidad es que esa selección -la que jugó las eliminatorias para entrar al mundial 2010- no transmitía seguridad, y la diferencia de un gol no bastaba. Por eso imagino que el técnico te mandó a la cancha, Titán. Pero también puedo recordar que le salió el tiro por la culata, como se dice vulgarmente, y ese equipo peruano que no se jugaba nada más que amargarle la alegría a un equipo –y a un país-, empató el partido cuando este contaba segundos para arriba y ya se había cumplido el tiempo reglamentario. ¡Qué decepción! nos quedábamos casi afuera, colgando de un hilo. Allá, donde yo descansaba tranquilo, a miles de kilómetros hacia el norte, traté de no hacerme tanto problema, Palermo.
Pero era imposible, si justamente gente como vos hace que a personas como uno el fútbol le llegue al corazón y le humedezca los ojos. Lloré, si. Daba bronca, daba impotencia, daba curiosidad (¿Por qué mierda cuando un equipo atacaba a ese modelo 2009 del nuestro parecía ser gol rival?).
Recuerdo que vos largabas sangre por tu nariz como si esta fuera una botella de vino tinto en navidad. Habías chocado con el arquero cuando apenas ingresaste al campo de juego. Pero es imposible que cosas como esta te afecten a vos, Martín, al hombre que metió su gol número cien con los ligamentos de la rodilla rotos, al hombre que una semana después de la tragedia más dolorosa que puede sufrir una persona metió dos goles, al hombre que tantas veces se cayó y se levantó. No, un golpe en la cara no te iba a detener.
Y allá fuiste, a pescar aquella pelota empapada que pasó entre tantas piernas hasta llegar a la tuya, que la empujó hacia adentro del arco vacío. ¡Qué me importa si fue offside y no lo cobraron! Ahora íbamos a Uruguay tranquilos (bah, ustedes), sabiendo que por lo menos, si perdíamos, jugábamos un repechaje fácil y sacábamos pasaje a Sudáfrica, al mundial.
Por esto quiero agradecerte Martín Palermo, por hacer viajar la pasión, y lograr que esta traspase fronteras internacionales. Jamás me voy a olvidar tu imagen –que la tuve que buscar en un portal de video desde yanquilandia- gritando el gol con el torso desnudo recibiendo litros de agua de lluvia. Tampoco me voy a olvidar de lo que gritabas mirando hacia el cielo: “¡Gracias!”. Y te digo la verdad, aunque había varios delanteros en mejor nivel que vos para llevar a la Copa del Mundo, me puso muy contento que hayas ido a Sudáfrica. Gracias Martín Palermo, muchas gracias.
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martes, 6 de julio de 2010
Querido Enzo
(Por Diego Sole) - Cuando me entere que volvías a casa no lo pude creer, se me puso la piel de gallina. Regresabas para ser campeón de aquella copa que en el 86 se te negó, y para poner a River, a mi River, en el lugar que había perdido. Por eso quiero agradecerte querido Enzo Francescoli, por que con tu vuelta le devolviste la alegría a chicos y a no tan chicos.
Recuerdo unas vacaciones en la República Oriental del Uruguay, yo paseaba por el club, con una figurita tuya, mostrándola con orgullo y aludiendo que vos eras mi ídolo. No podía creer lo que escuchaba, tus propios coterráneos no te estimaban como en la Argentina. Tanta indignación tuve, que me fui para no entrar en polémicas y tener que explicarles lo que vos significás, ¿cómo lo ponía en palabras, Enzo?.
Verano del '86. Mi River jugaba un amistoso internacional contra la selección de Polonia en Mar del Plata. Perdíamos 4 a 2. En diez minutos les empatamos el partido, y faltando siete minutos para el final, tras un centro del Beto Alonso, vos hiciste una pirueta en le aire, que dejaste a todo el público con la boca abierta, hiciste un gol de antología, esos que se ven cada cien años, para poner el marcador 5 a 4 final y decretar el delirio de la gente. Yo tenía cinco años pero gracias a dios que existen testimonios visuales para poder acreditar dicha hazaña.
Otoño del ’93. ¿Te acordás Enzo del torneo clausura? Se jugó el superclásico en el chiquero, era tu primer partido luego de la vuelta de Europa. Ese domingo de abril yo miraba el partido en la casa de mi primo, no me puedo olvidar más ese resultado, ese 3 a 1 con un gol tuyo de penal. Lo gritamos como locos, nos abrazamos y nos emocionamos, para entonces yo, tenía 12 años.
Invierno del ’96. ¿Te acordás Enzo lo que fue Ganar la Copa Libertadores? Fue como tocar el cielo con las manos, ese recibimiento jamás visto, teníamos un equipazo, el burrito, el muñeco, Sorín, Burgos…….., pero vos eras el actor principal de este sueño, sueño que compartíamos todos los millonarios. Por algo volviste a casa y cumpliste tu promesa. Cuando el árbitro marcó el final del partido, vos estabas en el córner con la pelota, piel de gallina, te arrodillaste como vencido y levantaste la cabeza como agradeciendo a Dios por haber logrado la grande epopeya. Después llegó la Supercopa, esa que se nos negaba año tras año, pero vos cumpliste y junto a los otros, condujiste a la batallón hacia la victoria, así conseguimos la única copa que nos faltaba. Yo estaba sólo en casa y deliraba de alegría.
Invierno del ‘97. Llegó el tricampeonato, de la mano de otro hijo de la casa. Dicen los que saben que en la cancha había un solo técnico, y creo que no se equivocan. Me acuerdo del partido en que el pelado quiso sacar al Burrito y vos paraste el cambio, hay que “tener huevos” para desautorizar al técnico.
Pero todas las historias tienen un fin, sino no serían historias, la tuya tuvo un final feliz. Fue el 1 de agosto del 1999. Ese día se juntaron más de 50.000 personas en el Monumental, para homenajearte y agradecerte por haber cumplido tu promesa, por tanta grandeza y a la vez humildad. Sos tan grande que hasta los hinchas de otro equipo te respetan.
Eternamente gracias Enzooooooo!!!
Recuerdo unas vacaciones en la República Oriental del Uruguay, yo paseaba por el club, con una figurita tuya, mostrándola con orgullo y aludiendo que vos eras mi ídolo. No podía creer lo que escuchaba, tus propios coterráneos no te estimaban como en la Argentina. Tanta indignación tuve, que me fui para no entrar en polémicas y tener que explicarles lo que vos significás, ¿cómo lo ponía en palabras, Enzo?.
Verano del '86. Mi River jugaba un amistoso internacional contra la selección de Polonia en Mar del Plata. Perdíamos 4 a 2. En diez minutos les empatamos el partido, y faltando siete minutos para el final, tras un centro del Beto Alonso, vos hiciste una pirueta en le aire, que dejaste a todo el público con la boca abierta, hiciste un gol de antología, esos que se ven cada cien años, para poner el marcador 5 a 4 final y decretar el delirio de la gente. Yo tenía cinco años pero gracias a dios que existen testimonios visuales para poder acreditar dicha hazaña.
Otoño del ’93. ¿Te acordás Enzo del torneo clausura? Se jugó el superclásico en el chiquero, era tu primer partido luego de la vuelta de Europa. Ese domingo de abril yo miraba el partido en la casa de mi primo, no me puedo olvidar más ese resultado, ese 3 a 1 con un gol tuyo de penal. Lo gritamos como locos, nos abrazamos y nos emocionamos, para entonces yo, tenía 12 años.
Invierno del ’96. ¿Te acordás Enzo lo que fue Ganar la Copa Libertadores? Fue como tocar el cielo con las manos, ese recibimiento jamás visto, teníamos un equipazo, el burrito, el muñeco, Sorín, Burgos…….., pero vos eras el actor principal de este sueño, sueño que compartíamos todos los millonarios. Por algo volviste a casa y cumpliste tu promesa. Cuando el árbitro marcó el final del partido, vos estabas en el córner con la pelota, piel de gallina, te arrodillaste como vencido y levantaste la cabeza como agradeciendo a Dios por haber logrado la grande epopeya. Después llegó la Supercopa, esa que se nos negaba año tras año, pero vos cumpliste y junto a los otros, condujiste a la batallón hacia la victoria, así conseguimos la única copa que nos faltaba. Yo estaba sólo en casa y deliraba de alegría.
Invierno del ‘97. Llegó el tricampeonato, de la mano de otro hijo de la casa. Dicen los que saben que en la cancha había un solo técnico, y creo que no se equivocan. Me acuerdo del partido en que el pelado quiso sacar al Burrito y vos paraste el cambio, hay que “tener huevos” para desautorizar al técnico.
Pero todas las historias tienen un fin, sino no serían historias, la tuya tuvo un final feliz. Fue el 1 de agosto del 1999. Ese día se juntaron más de 50.000 personas en el Monumental, para homenajearte y agradecerte por haber cumplido tu promesa, por tanta grandeza y a la vez humildad. Sos tan grande que hasta los hinchas de otro equipo te respetan.
Eternamente gracias Enzooooooo!!!
River Plate, mi amante y yo
(Por Hernán Díaz, alumno de 3º año) - Siempre se lo advertí, por River sería capaz de matar, incluso a aquellas personas de mi ámbito afectivo. Pero no por cualquier cosa, una cargada está bien, uno las soporta. Lo que me desató aquella noche fue lo que ella me hizo. Habían pasado meses de mi casamiento, amaba mucho a mi mujer, pero ella me volvió loco, tan loco que donde me encuentro ahora se lo debo a su falta de atención cuando le decía las cosas. Estoy loco, lo sé, pero se lo advertí, y no una vez, varias, hasta el cansancio.
Pasó algo que nunca tuvo que suceder. Me equivoqué, engañé a mi mujer. Desde el momento en que la engañé no pude dormir tranquilo. Para colmo tenía un departamento con mi amante en el barrio de Nuñez donde se encuentra mi amor eterno, River Plate, el que vivirá por los siglos de los siglos. Ella era muy posesiva, varias veces me insistía para que me separare de mi esposa y así poder formar una vida juntos. Al principio esas exigencias eran constantes, pero las evadía con alguna broma. No era nada fácil dejar a mi mujer. No me animaba, había cierta inseguridad que no me permitía hacerlo. Por un tiempo estos hostigamientos no aparecieron en nuestras charlas diarias. Mi mujer era única y preciosa en todo el universo me voy a arrepentir toda la vida de lo que le hice.
A medida que fui tomando conciencia de lo que se sentía ir a la cancha, me fui enamorando más y más de este amor que hoy me invade el cuerpo. Me ponía la piel de gallina oír el canto de la hinchada cuando uno llegaba al estadio, un canto que va desapareciendo en el aire. La gente que porta colores rojos y blancos y familias que con caras entusiasmadas esperan ver un gran espectáculo. ¡Como extraño eso!
Hace una noche el millonario jugaba la vuelta de la semifinal de la Libertadores contra Nacional de Montevideo y el primer partido nos favorecía claramente. Habíamos conseguido una gran victoria 1 a 0, y con el partido igualado en cero accederíamos a la final luego de quince años de malos tragos. Creo que me olvidé de mencionarlo en este relato, mi amante lastimosamente era de Boca, en realidad su familia era de Boca, ella no le daba mucha importancia al fútbol. Habitual en ella no le daba importancia a las cosas. Me dijo que íbamos a quedar eliminados y que al otro día Boca pasaría a la final y la ganaría. Le conteste que eso era imposible, que River no quedaría eliminado.
La noche de la gran semifinal había llegado, tomé mi camiseta firmada por el Enzo y salí de mi departamento, allí quedó mi amante. En los primeros pasos que dí en esa larga caminata de cuatro cuadras hacía el estadio lo primero que atiné a pensar fue “por favor que hoy no pase una desgracia” mis primeros sentimientos se conciliaban con el temor. Me fui cruzando con la gente que a decir verdad era demasiada. Éramos una gran masa de miedo y entusiasmo movilizándose hacía la verdad, estábamos a un paso de la tan deseada final.
Realmente no tengo palabras para describir lo que me tocó vivir aquella noche, los jugadores no estaban teniendo una buena actuación y los uruguayos nos atacaban constantemente, River no reaccionaba. El aliento de la gente era constante y en algunos momentos el estadio enmudecía por las llegadas claras de Nacional. Las tribunas estaban colmadas, y había olor a gol oriental. El primer tiempo había terminado, los suspiros fueron varios y duraron casi todo el entretiempo. Qué miedo teníamos, el equipo no reaccionaba, estaba dormido y la suerte estuvo de nuestro lado. El árbitro inició el segundo tiempo y las cosas se pusieron muy parejas. El técnico realizó un par de cambios. Encontró movilidad en el equipo generando jugadas peligrosas, pero la garra charrúa seguía fuerte e intentando encontrar el gol. Casi llegando al final del partido, aparece el gol de River y la noche fría en la que nos encontrábamos, se convirtió en un grito único, calentando las tribunas y devolviendo el color a nuestras caras pálidas. Clasificación faltando cinco. Contentos, cantando y llorando de emoción llegábamos a la final de la Libertadores.
Boca jugaba al día siguiente en el estadio de Jalisco contra las Chivas de Guadalajara. Había sacado una ventaja de dos goles en la Bombonera pero nadie daba por terminada la serie. Al otro día me levanté en la casa donde vivía con mi mujer, tomé el diario y vi en la tapa el título de: “Boca – River el encuentro final”, parecía más un título de algún libro, pero los periodistas siempre exageran las cosas.
No pude ir al encuentro de visitante, definiríamos en nuestra cancha, la ansiedad fue una compañera día y noche en la semana previa al primer choque. Iba de acá para allá, con mi amante por un lado, mi mujer por el otro. Recibía mensajes constantes de la familia de mi amante cargándome con algo así como, “les vamos a romper el culo gallina”. Ellos no sabían que yo era un hombre casado. Esos mensajes constantes eran simples cargadas. La noche del primer partido me encontraba con mi mujer mirándolo en casa, mientras mi amante me mandaba cargadas contra mi River querido.
No puedo creer lo que hice, entré en un estado de furia, defendiendo mis colores y mi pasión. Ella nunca me escucho, jamás lo hacía, se lo advertí. El primer partido estaba colmado de colores, la Bombonera era… como se puede decir, la Bombonera era como un inodoro en donde había una gran fiesta roja y blanca, y el aliento del hincha de River era constante y abrumador. Ese partido tuvo más peleas que goles, el millonario arrancó dominando la primer parte del partido. Teníamos una supremacía en jugadores respecto de Boca, pero ellos eran muy pícaros para jugar al fútbol. Un empate en cero selló el partido y creció el misterio para la gran vuelta en el Monumental.
A la mañana siguiente desperté y el diario más importante del país decía: “River a un paso de la consagración”. Todos lo daban por ganador, con su estadio y toda su gente a favor ¿cómo podía perder? Mientras recibía el cariñoso abrazo de mi mujer con un beso suave que me despedía hacia el trabajo, me preguntaba lo mal que estaba haciendo las cosas. Ella era la mujer de mi vida pero la estaba engañando con otra. Y además de cargar con eso en la conciencia tenía una nueva compañera, la ansiedad. No podía pensar en nada, solo lo que se me ocurría era imaginarme como terminaría el partido final.
La noche anterior al partido salí con mi esposa a comer a un coqueto restaurante que se encontraba en el barrio de Palermo. Llegamos y nos sentamos a la luz de las velas compartiendo una gran cena, en ese momento sus ojos me cautivaron y a lo largo de la noche me di cuenta de lo que era estar con esa mujer. Durante toda la cena pensaba el doble de lo que lo hacía comúnmente. Por un lado conversaba con la mujer de mi vida y por el otro imaginaba en como dejar a mi amante. Salimos y nos dirigimos hacía una heladería para terminar la noche en casa. Convencido en todo lo que había pensado, decidí terminar con esta locura y cortar la relación con mi otra mujer, aquella que no amaba. Y todo lo haría al volver de la gran final.
El día llegó y decidí no ir a trabajar, me comí las uñas hasta que se me terminaran. Almorcé con mi amante mientras le decía que necesitaba hablar con ella de algo importante. Como siempre, le restó importancia a mis palabras y me dijo que charlábamos terminado el partido. Me pareció perfecto, era justo lo que esperaba y además de la gran final era el día del adiós final a está mujer que me cautivó al principio y que con el tiempo me demostró que solo era un error.
Nuevamente salí de mi departamento, hice la larga caminata de cuatro cuadras hacía el Monumental. Se respiraba un aire tranquilo, la gente iba cantando y no veía la hora de que arranque el partido. Me ubiqué en la platea alta para tener una mejor vista sobre el terreno de juego. Todo era de River, la gente, las banderas, el estadio, los cantos, los papelitos y los fuegos artificiales que adornaban esa gran noche. Arrancó como el partido contra los uruguayos, nosotros sin tener el control de la pelota y con la fortuna de que no nos podían hacer un gol. El aliento de la gente se fue desvaneciendo al ver que el rival se asomaba cada vez más a nuestra área. La suerte se nos acabó, llegó el gol xeneize y con él un fantasma con la camiseta “otra vez será” me tocaba el hombro. De no creer, terminaba el primer tiempo y estábamos un gol abajo. Se escuchaba a la hinchada rival cantando, y nosotros esperando en la noche helada algún grito de esperanza.
Restaban 45 minutos, el millonario tenía que empatar el partido para forzar los penales, y lo consiguió. Gol! Gritaba el estadio, la palabra se elevaba hasta el cielo y nuestros rostros estaban más que contentos. La tribuna saltando y alentando a un equipo que quería ser campeón y del otro lado, Boca se encontraba totalmente golpeado. Al instante nos pasó algo de lo que nunca me voy a olvidar, es la herida en el corazón que nunca terminará de cicatrizar. El gol de nuestro clásico rival llegó en el tiempo de descuento, y ya no me rodeaba un fantasma sino varios. Boca ganó la Libertadores en nuestra cancha.
La tristeza embadurnó a toda la gente de River, salí del estadio y mi mente estaba en blanco. Ya no pensaba en la ansiedad, en mi amante ni en el error que me acosaba. Me fui a tomar una cerveza y llegué a mi departamento luego de dos horas finalizado el partido. Todavía se oía el grito de los hinchas xeneizes que se había quedado impregnado en nuestro estadio. Abrí la puerta del edificio, tomé el ascensor y marqué el quinto piso. Antes de abrir la puerta del departamento comencé a pensar en como le diría a mi amante que la iba a dejar. Finalmente tomé coraje, e ingresé, encendí la luz y todo el living estaba empapelado con banderas y afiches de Boca.
En ese momento una terrible tristeza me atacó y pronto se convirtió en odio y furia. De repente mi amante sale del cuarto con una camiseta de Boca y le grité cualquier barbaridad de cosas, ella pensó que no me iba a enojar cómo lo hice. Y finalmente cometí otro grave error, de querer reparar uno, cometí otro más grave. La ahorqué con mis manos, la sacudía mientras mi fuerza se multiplicaba hasta que finalmente cayó muerta en la alfombra. Rompí todas las banderas, todos los afiches y cuando terminé con lo que había comenzado me senté en el sillón esperando mi final.
Ahora, por culpa de un sentimiento que pocos pueden comprender, me encuentro entre cuatro paredes alejado del mundo exterior. Que suerte que todos los domingos tengo el televisor para ver a mi gran amor.
Pasó algo que nunca tuvo que suceder. Me equivoqué, engañé a mi mujer. Desde el momento en que la engañé no pude dormir tranquilo. Para colmo tenía un departamento con mi amante en el barrio de Nuñez donde se encuentra mi amor eterno, River Plate, el que vivirá por los siglos de los siglos. Ella era muy posesiva, varias veces me insistía para que me separare de mi esposa y así poder formar una vida juntos. Al principio esas exigencias eran constantes, pero las evadía con alguna broma. No era nada fácil dejar a mi mujer. No me animaba, había cierta inseguridad que no me permitía hacerlo. Por un tiempo estos hostigamientos no aparecieron en nuestras charlas diarias. Mi mujer era única y preciosa en todo el universo me voy a arrepentir toda la vida de lo que le hice.
A medida que fui tomando conciencia de lo que se sentía ir a la cancha, me fui enamorando más y más de este amor que hoy me invade el cuerpo. Me ponía la piel de gallina oír el canto de la hinchada cuando uno llegaba al estadio, un canto que va desapareciendo en el aire. La gente que porta colores rojos y blancos y familias que con caras entusiasmadas esperan ver un gran espectáculo. ¡Como extraño eso!
Hace una noche el millonario jugaba la vuelta de la semifinal de la Libertadores contra Nacional de Montevideo y el primer partido nos favorecía claramente. Habíamos conseguido una gran victoria 1 a 0, y con el partido igualado en cero accederíamos a la final luego de quince años de malos tragos. Creo que me olvidé de mencionarlo en este relato, mi amante lastimosamente era de Boca, en realidad su familia era de Boca, ella no le daba mucha importancia al fútbol. Habitual en ella no le daba importancia a las cosas. Me dijo que íbamos a quedar eliminados y que al otro día Boca pasaría a la final y la ganaría. Le conteste que eso era imposible, que River no quedaría eliminado.
La noche de la gran semifinal había llegado, tomé mi camiseta firmada por el Enzo y salí de mi departamento, allí quedó mi amante. En los primeros pasos que dí en esa larga caminata de cuatro cuadras hacía el estadio lo primero que atiné a pensar fue “por favor que hoy no pase una desgracia” mis primeros sentimientos se conciliaban con el temor. Me fui cruzando con la gente que a decir verdad era demasiada. Éramos una gran masa de miedo y entusiasmo movilizándose hacía la verdad, estábamos a un paso de la tan deseada final.
Realmente no tengo palabras para describir lo que me tocó vivir aquella noche, los jugadores no estaban teniendo una buena actuación y los uruguayos nos atacaban constantemente, River no reaccionaba. El aliento de la gente era constante y en algunos momentos el estadio enmudecía por las llegadas claras de Nacional. Las tribunas estaban colmadas, y había olor a gol oriental. El primer tiempo había terminado, los suspiros fueron varios y duraron casi todo el entretiempo. Qué miedo teníamos, el equipo no reaccionaba, estaba dormido y la suerte estuvo de nuestro lado. El árbitro inició el segundo tiempo y las cosas se pusieron muy parejas. El técnico realizó un par de cambios. Encontró movilidad en el equipo generando jugadas peligrosas, pero la garra charrúa seguía fuerte e intentando encontrar el gol. Casi llegando al final del partido, aparece el gol de River y la noche fría en la que nos encontrábamos, se convirtió en un grito único, calentando las tribunas y devolviendo el color a nuestras caras pálidas. Clasificación faltando cinco. Contentos, cantando y llorando de emoción llegábamos a la final de la Libertadores.
Boca jugaba al día siguiente en el estadio de Jalisco contra las Chivas de Guadalajara. Había sacado una ventaja de dos goles en la Bombonera pero nadie daba por terminada la serie. Al otro día me levanté en la casa donde vivía con mi mujer, tomé el diario y vi en la tapa el título de: “Boca – River el encuentro final”, parecía más un título de algún libro, pero los periodistas siempre exageran las cosas.
No pude ir al encuentro de visitante, definiríamos en nuestra cancha, la ansiedad fue una compañera día y noche en la semana previa al primer choque. Iba de acá para allá, con mi amante por un lado, mi mujer por el otro. Recibía mensajes constantes de la familia de mi amante cargándome con algo así como, “les vamos a romper el culo gallina”. Ellos no sabían que yo era un hombre casado. Esos mensajes constantes eran simples cargadas. La noche del primer partido me encontraba con mi mujer mirándolo en casa, mientras mi amante me mandaba cargadas contra mi River querido.
No puedo creer lo que hice, entré en un estado de furia, defendiendo mis colores y mi pasión. Ella nunca me escucho, jamás lo hacía, se lo advertí. El primer partido estaba colmado de colores, la Bombonera era… como se puede decir, la Bombonera era como un inodoro en donde había una gran fiesta roja y blanca, y el aliento del hincha de River era constante y abrumador. Ese partido tuvo más peleas que goles, el millonario arrancó dominando la primer parte del partido. Teníamos una supremacía en jugadores respecto de Boca, pero ellos eran muy pícaros para jugar al fútbol. Un empate en cero selló el partido y creció el misterio para la gran vuelta en el Monumental.
A la mañana siguiente desperté y el diario más importante del país decía: “River a un paso de la consagración”. Todos lo daban por ganador, con su estadio y toda su gente a favor ¿cómo podía perder? Mientras recibía el cariñoso abrazo de mi mujer con un beso suave que me despedía hacia el trabajo, me preguntaba lo mal que estaba haciendo las cosas. Ella era la mujer de mi vida pero la estaba engañando con otra. Y además de cargar con eso en la conciencia tenía una nueva compañera, la ansiedad. No podía pensar en nada, solo lo que se me ocurría era imaginarme como terminaría el partido final.
La noche anterior al partido salí con mi esposa a comer a un coqueto restaurante que se encontraba en el barrio de Palermo. Llegamos y nos sentamos a la luz de las velas compartiendo una gran cena, en ese momento sus ojos me cautivaron y a lo largo de la noche me di cuenta de lo que era estar con esa mujer. Durante toda la cena pensaba el doble de lo que lo hacía comúnmente. Por un lado conversaba con la mujer de mi vida y por el otro imaginaba en como dejar a mi amante. Salimos y nos dirigimos hacía una heladería para terminar la noche en casa. Convencido en todo lo que había pensado, decidí terminar con esta locura y cortar la relación con mi otra mujer, aquella que no amaba. Y todo lo haría al volver de la gran final.
El día llegó y decidí no ir a trabajar, me comí las uñas hasta que se me terminaran. Almorcé con mi amante mientras le decía que necesitaba hablar con ella de algo importante. Como siempre, le restó importancia a mis palabras y me dijo que charlábamos terminado el partido. Me pareció perfecto, era justo lo que esperaba y además de la gran final era el día del adiós final a está mujer que me cautivó al principio y que con el tiempo me demostró que solo era un error.
Nuevamente salí de mi departamento, hice la larga caminata de cuatro cuadras hacía el Monumental. Se respiraba un aire tranquilo, la gente iba cantando y no veía la hora de que arranque el partido. Me ubiqué en la platea alta para tener una mejor vista sobre el terreno de juego. Todo era de River, la gente, las banderas, el estadio, los cantos, los papelitos y los fuegos artificiales que adornaban esa gran noche. Arrancó como el partido contra los uruguayos, nosotros sin tener el control de la pelota y con la fortuna de que no nos podían hacer un gol. El aliento de la gente se fue desvaneciendo al ver que el rival se asomaba cada vez más a nuestra área. La suerte se nos acabó, llegó el gol xeneize y con él un fantasma con la camiseta “otra vez será” me tocaba el hombro. De no creer, terminaba el primer tiempo y estábamos un gol abajo. Se escuchaba a la hinchada rival cantando, y nosotros esperando en la noche helada algún grito de esperanza.
Restaban 45 minutos, el millonario tenía que empatar el partido para forzar los penales, y lo consiguió. Gol! Gritaba el estadio, la palabra se elevaba hasta el cielo y nuestros rostros estaban más que contentos. La tribuna saltando y alentando a un equipo que quería ser campeón y del otro lado, Boca se encontraba totalmente golpeado. Al instante nos pasó algo de lo que nunca me voy a olvidar, es la herida en el corazón que nunca terminará de cicatrizar. El gol de nuestro clásico rival llegó en el tiempo de descuento, y ya no me rodeaba un fantasma sino varios. Boca ganó la Libertadores en nuestra cancha.
La tristeza embadurnó a toda la gente de River, salí del estadio y mi mente estaba en blanco. Ya no pensaba en la ansiedad, en mi amante ni en el error que me acosaba. Me fui a tomar una cerveza y llegué a mi departamento luego de dos horas finalizado el partido. Todavía se oía el grito de los hinchas xeneizes que se había quedado impregnado en nuestro estadio. Abrí la puerta del edificio, tomé el ascensor y marqué el quinto piso. Antes de abrir la puerta del departamento comencé a pensar en como le diría a mi amante que la iba a dejar. Finalmente tomé coraje, e ingresé, encendí la luz y todo el living estaba empapelado con banderas y afiches de Boca.
En ese momento una terrible tristeza me atacó y pronto se convirtió en odio y furia. De repente mi amante sale del cuarto con una camiseta de Boca y le grité cualquier barbaridad de cosas, ella pensó que no me iba a enojar cómo lo hice. Y finalmente cometí otro grave error, de querer reparar uno, cometí otro más grave. La ahorqué con mis manos, la sacudía mientras mi fuerza se multiplicaba hasta que finalmente cayó muerta en la alfombra. Rompí todas las banderas, todos los afiches y cuando terminé con lo que había comenzado me senté en el sillón esperando mi final.
Ahora, por culpa de un sentimiento que pocos pueden comprender, me encuentro entre cuatro paredes alejado del mundo exterior. Que suerte que todos los domingos tengo el televisor para ver a mi gran amor.
jueves, 1 de julio de 2010
Mi hijo y el Piojo López
(Por Sandra F. Cavazzini, alumna de 2º año) - Cada vez que te nombro, a la gente se le escapa una sonrisa. Y sí, porque tu gesto es gracioso, y porque para muchos “no jugás a nada”. Pero te respeto desde otro lugar. Creo que los niños no se equivocan, y creí en Lucas, mi hijo, cuando tenía cuatro años y me dijo con su vocecita chillona: “Mamá, cuando sea grande, quiero ser futbolista como el ‘Piojo’ López”. Y, ¿sabés algo?, yo lo miré y también sonreí.
Él te conoció una tarde en la cancha, ¿dónde si no?, cuando me preguntó quién era el que corría rápido y pateaba siempre al arco. “El Piojo”, le respondí, “¿viste qué rápido es? Y desde entonces te convertiste en su ídolo, un ídolo del corazón al que Lucas eligió desde el primer momento. Y tal es así que hasta su peluquero se asombró el día que le dijo: “Cortame el pelo como el ‘Piojo’, Carlos”, el tipo me miró conteniendo la risa y, tijera en mano, intentó hacer algo en su cabecita llena de rulos.
Ese mismo año, 1996, mi morochito, menudo y de patitas chuecas empezó a dar sus primeros pasos en una escuelita de fútbol. El profe lo llamaba ‘Luqui’, hasta que un día al finalizar el entrenamiento, le planteó muy seriamente que prefería que lo nombrara de otra forma, y desde ese momento hasta hoy, cada vez que juega un partido, él también es el ‘Piojo’, y sus camisetas, siempre llevan esas cinco letras en la espalda además de en el corazón.
Corría ese mismo año, y seguíamos a Racing a todas partes, no podés imaginarte lo que mi piojito enrulado gritó tu tercer gol a Ferro en Caballito, o el que le metiste a los Xeneizes cuando no pudieron campeonar, y terminaste sentado en el travesaño, saludando, siendo ovacionado. Ahí estaba Lucas. ¡Cómo lloró cuando le contamos que te ibas a jugar a otro país!, entre lágrimas sollozaba que no te iba a ver más.
Y te fuiste nomás, y en la medida que fue creciendo, Lucas empezó a buscar tu nombre en diarios y en programas deportivos, empezó a recortar y pegar en una carpeta los artículos que te mencionaban, empezó a reivindicarte como su ídolo más allá del tiempo y la distancia, de los logros o fracasos, sin dejar de arrancar sonrisas a su paso. ¡Ah, me olvidaba! Todavía conserva entre sus cosas, un muñequito tuyo de una colección de jugadores de Argentina.
Pero tal vez, lo más emotivo del caso empezó una tarde de 2007. Ese día volvía a casa del trabajo y, mientras abría la puerta, Lucas, entonces de 15 años, con sus rulos más largos y con su barbita incipiente, me recibió a los gritos: ¡Mamá!, ¡vuelve el ‘Piojo’ a Racing! Después de los abrazos, buscamos juntos la noticia en diferentes medios, y la alegría fue la reina esa noche. A la hora de la cena sonó el teléfono varias veces, y, aunque parezca una locura, todos los llamados eran para felicitar a Lucas porque volvías.
A partir de ese instante, no veíamos la hora de verte de vuelta en el césped, así que cada fin de semana, de local o visitante esperábamos tu regreso, hasta que por fin sucedió. A pesar de que era una fija que entrabas ese día, llegamos a Avellaneda y el morocho estaba nervioso, yo sabía por qué era, así que no le pregunté nada. Ojalá hubieras visto la expresión de su cara cuando te paraste del banco ante el llamado del profe, y empezaste a trotar y a moverte al lado de la línea blanca.
El partido pasó a segundo plano, sus ojos llenos de lágrimas estaban posados en tu figura, te lo juro, y me abrazó tan fuerte que todavía lo recuerdo. La Guardia pareció hacerse eco de su sentir y empezó a corear el conocido: “Olé, olé, olé, olé, Piojo, Piojo”, y él, entre risas y llanto cantó hasta que entraste. Cada pelota que tocaste fue un elogio, y cada centro que tiraste con tu zurda mágica se convirtió en una fiesta. Ese día y el resto de los que estuviste vestido de blanco y celeste, él estuvo ahí, para vivarte, sin importarle lo que el resto pensaba, sin prestar atención a lo que los otros decían.
Nunca pudo tenerte frente a frente, pero quiero que sepas que no pierde las esperanzas. Por la alegría de mi hijo, por sus risas y sus lágrimas, porque sos su ídolo y lo seguirás siendo, y, porque los chicos no se equivocan, te digo: “Gracias Piojo, hasta siempre y ojalá mi piojo algún día llore al abrazarte”.
Él te conoció una tarde en la cancha, ¿dónde si no?, cuando me preguntó quién era el que corría rápido y pateaba siempre al arco. “El Piojo”, le respondí, “¿viste qué rápido es? Y desde entonces te convertiste en su ídolo, un ídolo del corazón al que Lucas eligió desde el primer momento. Y tal es así que hasta su peluquero se asombró el día que le dijo: “Cortame el pelo como el ‘Piojo’, Carlos”, el tipo me miró conteniendo la risa y, tijera en mano, intentó hacer algo en su cabecita llena de rulos.
Ese mismo año, 1996, mi morochito, menudo y de patitas chuecas empezó a dar sus primeros pasos en una escuelita de fútbol. El profe lo llamaba ‘Luqui’, hasta que un día al finalizar el entrenamiento, le planteó muy seriamente que prefería que lo nombrara de otra forma, y desde ese momento hasta hoy, cada vez que juega un partido, él también es el ‘Piojo’, y sus camisetas, siempre llevan esas cinco letras en la espalda además de en el corazón.
Corría ese mismo año, y seguíamos a Racing a todas partes, no podés imaginarte lo que mi piojito enrulado gritó tu tercer gol a Ferro en Caballito, o el que le metiste a los Xeneizes cuando no pudieron campeonar, y terminaste sentado en el travesaño, saludando, siendo ovacionado. Ahí estaba Lucas. ¡Cómo lloró cuando le contamos que te ibas a jugar a otro país!, entre lágrimas sollozaba que no te iba a ver más.
Y te fuiste nomás, y en la medida que fue creciendo, Lucas empezó a buscar tu nombre en diarios y en programas deportivos, empezó a recortar y pegar en una carpeta los artículos que te mencionaban, empezó a reivindicarte como su ídolo más allá del tiempo y la distancia, de los logros o fracasos, sin dejar de arrancar sonrisas a su paso. ¡Ah, me olvidaba! Todavía conserva entre sus cosas, un muñequito tuyo de una colección de jugadores de Argentina.
Pero tal vez, lo más emotivo del caso empezó una tarde de 2007. Ese día volvía a casa del trabajo y, mientras abría la puerta, Lucas, entonces de 15 años, con sus rulos más largos y con su barbita incipiente, me recibió a los gritos: ¡Mamá!, ¡vuelve el ‘Piojo’ a Racing! Después de los abrazos, buscamos juntos la noticia en diferentes medios, y la alegría fue la reina esa noche. A la hora de la cena sonó el teléfono varias veces, y, aunque parezca una locura, todos los llamados eran para felicitar a Lucas porque volvías.
A partir de ese instante, no veíamos la hora de verte de vuelta en el césped, así que cada fin de semana, de local o visitante esperábamos tu regreso, hasta que por fin sucedió. A pesar de que era una fija que entrabas ese día, llegamos a Avellaneda y el morocho estaba nervioso, yo sabía por qué era, así que no le pregunté nada. Ojalá hubieras visto la expresión de su cara cuando te paraste del banco ante el llamado del profe, y empezaste a trotar y a moverte al lado de la línea blanca.
El partido pasó a segundo plano, sus ojos llenos de lágrimas estaban posados en tu figura, te lo juro, y me abrazó tan fuerte que todavía lo recuerdo. La Guardia pareció hacerse eco de su sentir y empezó a corear el conocido: “Olé, olé, olé, olé, Piojo, Piojo”, y él, entre risas y llanto cantó hasta que entraste. Cada pelota que tocaste fue un elogio, y cada centro que tiraste con tu zurda mágica se convirtió en una fiesta. Ese día y el resto de los que estuviste vestido de blanco y celeste, él estuvo ahí, para vivarte, sin importarle lo que el resto pensaba, sin prestar atención a lo que los otros decían.
Nunca pudo tenerte frente a frente, pero quiero que sepas que no pierde las esperanzas. Por la alegría de mi hijo, por sus risas y sus lágrimas, porque sos su ídolo y lo seguirás siendo, y, porque los chicos no se equivocan, te digo: “Gracias Piojo, hasta siempre y ojalá mi piojo algún día llore al abrazarte”.
Staff
Somos alumnos de 1º, 2º y 3º año de la materia Lengua de la carrera de Periodismo Deportivo del Centro de Estudios Terciarios River Plate.
Docente Coordinador: Rodrigo Arias.
Escribinos a periodismoriver@gmail.com
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