lunes, 2 de agosto de 2010

Mi viejo, River y yo

(Por Pablo Puglisi) - Cuando uno es chico la cosa es complicada, en realidad depende mucho de los resultados. Mi viejo es hincha de River y desde que nací insiste con que yo también tengo que serlo. Que Alonso, que Labruna, que Daniel, que Pedernera y muchísimos nombres que ahora no recuerdo, eran sus argumentos para convencerme que no existía otro club en Argentina. Pero claro, no todo era tan fácil. En la escuela mis mejores amigos eran de otros equipos y más allá de que el millonario no pasaba por una gran sequía de títulos, yo no estaba tan convencido. Tampoco me ayudaba que él no fuera tan seguido a la cancha. Llegaban los lunes y en la escuela todos contaban su historia del domingo a la tarde, cada uno tenía una anécdota con su papá, con su abuelo, con algún tío o con algún hermano mayor, yo escuchaba atentamente y cuando todos esperaban la mía no me quedaba otra que decir “yo lo vi por la tele”, o en su defecto “lo tuve que escuchar por la radio”.

Tenía claro cual era mi equipo, pero necesitaba vivirlo de otra forma, quería hacer lo que hacían todos, almorzar el domingo con la familia, salir volando para Núñez y estar ahí. Cada viernes empezaba mi “trabajo fino”, prometía lo que sea con tal de ir a ver un partido decisivo, pero siempre había alguna excusa que me hacía perder las ilusiones hasta el fin de semana siguiente. Los que estaban acostumbrados a ir siempre no entendían mi desesperación, ellos iban siempre, tenían algún familiar fanático que los llevaba y nadie les ponía como excusa otras actividades, el horario, el frío o los barrabravas. Ninguna promesa de mi parte era aceptada, pero un día dije algo que cambió las cosas. Portarme bien, contestar adecuadamente ante un no, ayudar a lo que sea en la casa y muchas cosas que a cualquier chico se le puede ocurrir prometer para lograr algo que desea mucho, pensé de todo y no había caso.

Cansado de las respuestas negativas pensé otra estrategia. ¿Qué podría querer mi papá? ¿Qué acción o actitud lo harían cambiar de opinión? Cada cosa que se me ocurría, ya había tenido su respuesta. Una tarde volviendo de la escuela en el auto, el tráfico empezó a detenerse, los autos avanzaban a paso de persona, la gente se bajaba e intentaba averiguar que había pasado más adelante, un accidente bastante grave y a pasar un buen rato encerrados ahí. Los 33º de sensación térmica hicieron que bajara la ventanilla y sin querer escuchara una frase que provino del auto de al lado. Una mujer le decía a quien seguramente era su marido: ¿pero qué querés que haga?, decímelo vos porque yo ya no sé más que hacer.

Mi lamparita, que casi siempre estaba apagada, de golpe se prendió. Quizás no era cuestión de hablar y prometer a lo loco, sino de descubrir que cosa le gustaría más que las otras que ya había intentado jurar hasta el cansancio. La situación era propicia, la radio de fondo cortaba el silencio en el interior del auto, esperé que nos agarrara un semáforo en rojo y le dije: papá ¿qué tengo que hacer para que me lleves a la cancha un domingo?, y tratando de explicarme agregué: “Pensá lo que quieras, que te gustaría, con que estarías orgulloso, lo que sea, yo no te doy más opciones, quiero que vos me lo digas”.

Estoy casi seguro que en ese momento puso su concentración en nuestra charla y mientras repasaba mentalmente todas las cosas que ya habíamos hablado iba imaginando algo que yo jamás pudiera lograr, algo que estuviese lejos de mi alcance. Su respuesta tardó unos minutos en llegar y cuando lo hizo fue casi lapidaria. Antes me dijo lo siguiente: “Mirá, vos sabés que ir a la cancha mucho no me gusta y que sos chico para ir con algún amigo o sólo, pero creo que hay algo que me gustaría que intentes, algo por lo cual si vos te sacrificás y lo lográs, yo también me puedo sacrificar por vos y llevarte un par de domingos a ver a River”.

Con el ánimo por las nubes empecé a gritar, estaba loco de contento, ya me imaginaba almorzando en familia y contándoles a todos que dentro de un rato me iba para la cancha, que iba a ver al Enzo, Ortega, Crespo, el chileno y todos esos fenómenos que siempre seguía por la tele o por algún relator partidario cada domingo. Yo sabía que algún punto débil iba a tener, era cuestión de pensar y buscarle la vuelta. Llegamos a casa y enloquecido corrí a mi habitación para buscar un fixture con los partidos, ya teníamos que empezar a planificar a qué partido íbamos a ir, pero faltaba algo. Mamá, le dije: “Papá me dijo que me va a llevar a la cancha”, ella asombrada me miró y me preguntó si era cierto.

Cuando empezaba a responder me di cuenta que me faltaba un detalle, con mis alocados festejos no le había dado lugar para que me pusiera al tanto de su pretensión.

En ese momento lo miré y me dio la sensación que me había estado observando sonriente desde el momento en que empecé a festejar. Tomé aire y le dije: “Pa, ¿qué era lo que querías que haga para llevarme a la cancha?”. Se levantó de la silla, fue hasta la heladera, se sirvió un vaso de Coca y empezó a cantar: “Salve Argentina, Bandera azul y blanca, jirón del cielo en donde impera el sol”, antes que siga con la canción pegué un grito que seguramente deben haber escuchado los vecinos de toda la cuadra. “No vale, eso es imposible, ¿cómo voy a hacer para ir a la bandera?, es más fácil que Mandiyú de Corrientes salga campeón antes que yo sea abanderado.” Mientras seguía gritando él me decía: “Vos me dijiste qué quería, qué me gustaría, yo creo que sos capaz, te falta sacrificio pero no capacidad, y ya que me diste la posibilidad de elegir, eso es lo que quiero. Si te eligen para ir a la bandera vamos a ver el partido que vos quieras”. Todas mis expectativas quedaron congeladas, realmente era muy poco probable que un alumno como yo pudiera ser abanderado, pero no me quedaba otra que intentarlo, al fin y al cabo era la bandera o nada.

Los meses comenzaron a transcurrir y si bien no era Sarmiento, mis notas estaban muy bien, pero creo que bastante lejos de llegar a la bandera. Entre prueba y prueba seguía escuchando los partidos por la radio imaginando que algún día yo también iba a ser parte de ese grito de gol en vivo en los escalones de cemento del Monumental.

Llegó el mes de Octubre y mi nivel se mantenía, pero me faltaba bastante para estar entre los mejores 5 la clase, las maestras me felicitaban y veían un cambio pero no tanto como para alcanzar la meta. Los primeros días de noviembre las cosas empezaban a definirse y a mediado de mes las maestras nos reunieron a todos para mencionar al abanderado y a los acompañantes. No hubo sorpresas y mi apellido ni se mencionó, me había esforzado pero mi promedio era el sexto de la clase y con eso no alcanzaba.

Llegué a casa bastante triste pero tranquilo, sabiendo que había hecho lo que estaba a mi alcance, antes de cenar escucho la voz de mi papá que me decía que vaya para su pieza. Entré, me senté en la cama y me dijo que tenía que contarme algo. Sus palabras fueron más o menos las siguientes: “Esta tarde tuve una reunión con la maestra y me dijo que estaba sorprendida por el desempeño que tuviste este año, me dijo que te sacrificaste mucho y que me felicitaba, yo le pregunté quienes iban a la bandera y no te nombró pero igual te felicito porque me dijo que mejoraste mucho tu nivel, tu comportamiento y tu atención en el aula. Uh pero que bueno!, exclamé irónicamente, seguro que con todo eso que te dijo te convenció para que me lleves a la cancha, no? El me miró y como sabiendo todo lo que iba a contestar me dijo: “Yo te pedí que te sacrificaras y según tu maestra lo hiciste, así que como vos te sacrificaste yo también lo voy a hacer y por eso ya saqué las entradas para el domingo”. De entrada creí que era un chiste o que tras esa afirmación venía una frase graciosa que iba a derrumbar otra vez mi ilusión, me quedé quieto sin decir nada como no entendiendo lo que pasaba. “¿Lo único que querías es ir a la cancha y ahora no me decís nada?, ahí comprobé que era cierto y a lo primero que atiné fue a darle un abrazo, al fin y al cabo algo por lo que había insistido tantas veces se me iba a dar. Quizás para muchos no era algo como para festejar pero para mi era demasiado importante.

“Má ahora si es cierto, ya tenemos las entradas para el domingo”, le grité a mi vieja que recién se levantaba de la siesta. Ella me felicitó y me recordó algo que generalmente me intentaba enseñar: “Cuando alguien quiere algo, tiene que buscarlo, insistir y dar todo lo que está a su alcance para hacerlo realidad”.

Todo lo que siguió fue tal cual lo había imaginado, el domingo la familia entera se disponía a almorzar en casa y yo ni hambre tenía, quería cumplir rápidamente con el protocolo y salir para el estadio. El partido era a las tres y media y jugábamos contra Lanús, los dos equipos llegaban con 32 puntos y faltaban nada más que tres fechas, ganar ese partido significaba más de la mitad del campeonato, partido decisivo como yo quería, no me podía quejar. Cerca de las dos nos levantamos abruptamente de la sobremesa, saludamos a todos y emprendimos el viaje, en menos de media hora teníamos que estar ahí, estacionar y caminar hasta Figueroa Alcorta.

Todo estaba perfecto, nos chequearon las entradas y pasamos, esa sensación fue increíble, los pies caminaban más rápido, el corazón late un poco más fuerte que lo habitual y lo único importante era subir las escaleras y ver el césped. Cuando llegó la hora señalada todo se movía, la gente cantaba, los papelitos empezaban a volar por el aire y todo era alegría, es cierto lo que me contaban mis amigos, cuando la gente está en la cancha se olvida de todo. Los once jugadores con la banda estaban ahí, los nombres que siempre escuchaba por radio se hacían realidad, el resultado para mí era anecdótico, era feliz más allá de eso.

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