martes, 20 de julio de 2010

River, mi abuelo, la radio y yo

(Por Nicolás González) - Fue un domingo. De eso no me puedo olvidar y más sabiendo que los partidos importantes se juegan un domingo. Pero este encuentro, por así llamarlo, era el que movía a todo un país, en donde los dos equipos más importantes se enfrentaban y millones de argentinos se veían inmersos en la algarabía y los nerviosismos previos a un Boca- River.

Se acercaba la hora de la verdad y me acercaba al sillón cabulero de mi casa, el mismo que de chico me transportaba a los goles de Francescoli y las gambetas indescifrables del burrito Ortega, para tomar terreno y prender el artefacto que quizás, dos horas después, me alegraría ese 10 de Marzo. La estufa y su calor me acercaban un poco más al ambiente que se vivía en la Bombonera alejándome del viento y la lluvia que querían escurrirse por la ventana de mi comedor.

Esperaba una tarde tranquila, en donde ansiaba que las únicas compañías sean la radio y mis nervios. Pero no fue así. Un hombre de 65 años decidió acercarse a mi bunker para tomar su puesto de batalla, una silla pegada a mi sillón. Un hincha de Boca señores ¿qué iba a hacer yo al lado de mi archival(o contrincante por así decirlo)?, pensé. En caso de que hagamos un gol ¿qué hago?, seguí. Al cabo de unos pocos segundos me resigné y decidí cederle un poco de terreno a mi enemigo, total, era mi abuelo…

Él, ya no vive el fútbol como antes. Se queja de las marcas pegajosas y no le gustan las mañas de los defensores a la hora de los tiros libres y corners. Se cansa y me cansa, de las viejas historias. Las de cuando iba a ver a su Boca y miraba al tal “Rojitas”, como lo sigue llamando, que dejaba la pelota y los rivales idiotizados lo perseguían a él. Ese fútbol perdido en la historia lo atrae, el de los marcadores abultados que hacían pensar que los empates sin goles eran una utopía. Beto es de aquellos que ha perdido con el tiempo el sabor del deporte más hermoso y en ciertas circunstancias, llega a aburrirlo. Pero en aquellas situaciones especiales como los Mundiales y Superclásicos, él es uno más de los feroces fanáticos que lo único que buscan es una victoria.

Distanciado por un océano disfrazado de baldosas, estaba yo, amante de la pelota bajo la suela y obviamente, riverplatense. El fútbol para mí siempre significó una gran pasión, a tal punto, que podría generarme las sensaciones antagónicas más increíbles en cuestión de segundos. Acostumbrado a ver a mi equipo “ganar, gustar y golear”, esperaba que esta tarde de verano otoñezco mi glorioso River Plate me diera una nueva alegría.

Enchufada al toma corrientes estaba ella, la infaltable. La fiel generadora de la imaginación incalculable de todos los domingos. La que con solo sintonizar a Atilio Costa Febre, me generaba esos nudos en el estómago que me cuestan explicar. La misma que durante un encuentro me hacía gritar, festejar, abrazar y en otras situaciones sufrir, llorar y amargarme desoladamente. Ella ha vivido muchas batallas y en esta no podía faltar.

A escasos diez minutos del partido, se encontraba la primera batalla. Siempre está el que tiene sus preferencias a la hora de escuchar un encuentro de fútbol y se generan diferentes pensamientos. La radio partidaria o La Red, era la cuestión. Por ser yo el que primero llegó al puesto de batalla y obviamente, quien llevó al lugar la Radio, me aferré a ella como un niño y elegí a “Lito”. Mi abuelo no tuvo otra cosa que aceptar. Nunca hay que confiarse, ganar una batalla no es lo mismo que la guerra…

Era el momento de las formaciones. Los once gladiadores del Monumental eran enunciados por el parlante del Estadio y tenían que combatir ante los chiflidos e insultos de los hinchas locales. Mi abuelo y yo, estábamos totalmente insertados en cada nombre que se iba escuchando. Entre los cuales aparecían Andrés D`Alesandro, Eduardo Coudet, Esteban Cambiasso y el hasta ese día apodado, Ricky Rojas. Luego llegaba el turno de Boca….

El partido había comenzado, los nervios cada vez se hacían más fuertes y se apoderaban de nosotros. No exteriorizábamos ninguna palabra, el silencio era el dominador psicológico de nuestros pensamientos. El viento se escuchaba cada vez más cerca, se introducía por mi oído, se había abierto la ventana. No entendía cómo no había escuchado semejante ruido, la cerré y todo volvió a la normalidad. Ni un sólo sonido.

Los piratas riverplatenses atacaban continuamente el barco enemigo, desatando la furia contenida desde hacia dos años, cuando ellos tuvieron la suerte de contar con el hombre pata de palo que los había salvado. Esta vez, todo sería diferente, estábamos totalmente preparados para combatir y destruir su embarcación.
Desde un primer momento, logramos apoderarnos del tesoro, la redonda, y desatar incontables bombardeos hasta provocar la primera gran explosión. Gol de Cambiasso, no lo grité. Me dolió en el alma no haberlo hecho, pero me la tuve que bancar. Fui al baño, desaté un grito mudo, volví y continué escuchando el encuentro.

La cara de mi abuelo estaba totalmente transformada. No encontraba ningún tipo de explicación a lo que estaba sucediendo dentro del terreno de juego. Seguramente pensaba que habíamos tenido suerte en aquel tiro libre que nos había adelantado en el marcador, pero ya estaba todo sellado. Boca 0- River 1.

En los siguientes minutos las caras cambiaron. Él estaba totalmente entusiasmado por un par de ataques de su equipo a tal punto que llegó a levantarse un par de veces para festejar y yo, estaba aferrado a mi trinchera casi sin querer escuchar lo que iba sucediendo. Habíamos zafado, pero esto obviamente no cesaría.

La radio nos había atrapado. Éramos totalmente presas de este malvado artefacto electrónico que conquistaba nuestra atención a través de los distintos matices de un partido de fútbol.

Cuando todo empezaba a complicarse y los viejos recuerdos empezaban a hacerse presentes, apareció el platinado volante por derecha. Un hombre difícil de entender que podría ser catalogado sin ninguna duda como un loco, el “Chacho Coudet”, ponía su sello en el cotejo. Otra vez la misma historia, no grité el gol, pero una sensación de felicidad se escurría por mi cuerpo. Boca 0 – River 2.

Había terminado el primer tiempo y el silencio seguía siendo protagonista, hasta que él, decidió culminar con la monotonía. Hizo referencia a los goles de River, la superioridad y sobre todo, la incapacidad de su equipo de generar riesgo. Consideró que el partido estaba prácticamente definido y me felicitó. Nos quiso quemar.
Los equipos volvían al campo de juego y las palabras que minutos antes habían salido de su boca, sonaban como ecos en mi cabeza. No vaya a ser que nos empaten el partido, pensé en voz baja. Lo miré y su sonrisa me desafió.

El segundo tiempo se transformó en una eternidad. Cada segundo parecía días y los minutos, se transformaban en meses. El reloj de mi comedor no avanzaba, las agujas se transformaban en increíbles lanzas que buscaban herir mi hasta ese entonces, tranquilidad. El arco se hacía cada vez más grande y la pelota cada vez más pequeña. La posibilidad de que ingrese en el imaginario mundo del gol, era cada vez una sensación más real.

Lo que percibía de mi verdugo dominical, eran totalmente contradictorias. Sus ojos demostraban impaciencia y para él, el tiempo pasaba muy rápido. Veía que su equipo estaba dominando totalmente y que el gol, estaría al caer. El volcán estaba buscando la erupción, pero aquello necesario, los movimientos sísmicos dentro del terreno de juego, no se hacían presentes.

En un abrir y cerrar de ojos, se empezaba a acercar el final del encuentro. Los nudos del estómago empezaban a desaparecer y los bombos de mi corazón, cesaban de una buena vez.

Faltaban no más de diez minutos para que el encuentro terminara y un desconocido del gol aparecía en escena. Considerado un marcador izquierdo sin muchas cualidades a la hora de encarar situaciones claves, Ricky Rojas, se encontraba en el borde del área rival, sin ningún compañero alrededor y decidió tomar la mejor decisión durante su carrera futbolística, y colocó suavemente la pelota por encima del arquero rival. Una vaselina inolvidable. Boca 0 – River 3.

La victoria ya era una realidad y el tiempo no importaba. River le había ganado a Boca en su cancha, bajo una lluvia incesante y encima dando cátedra, más no podía pedir.

El chillido de la pava indicaba que el mate estaba listo, apagué la radio y miré con una sonrisa a mi abuelo. Ambos nos dirigimos hacia la cocina, dejamos de lado la batalla que se había vivido durante dos horas y volvimos a ser, abuelo y nieto.

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